Arístegui analiza los modelos de convivencia en las sociedades con fuerte inmigración para constatar el fracaso del multiculturalismo y la asimilación.
REDACCIÓN HO.- Frente a los dos modelos de convivencia claramente fracasados, multiculturalismo y asimilación,
Gustavo de Arístegui propone hoy desde
La Razón un modelo de integración que tal vez sigue pecando de buenismo pero la menos no se esconde en voluntarismos y paternalismos del todo inaceptables:
“El multiculturalismo se había convertido en uno de los iconos más queridos de la izquierda, y quienes se atrevían a ponerlo en duda eran linchados ideológica y políticamente en la plaza pública de lo corrección política. Lo cierto es que el multiculturalismo como se instaló en el Reino Unido y en los Países Bajos ha resultado ser un rotundo fracaso. Es, de hecho, una de las fórmulas más racistas y excluyentes. El multiculturalismo separaba a los inmigrantes, confinándolos muchas veces en sus propios barrios, tiendas, restaurantes y cafés, clubes, asociaciones y, cada vez más, con sus propios medios de comunicación, locales o por cable o satélite. El aislamiento imposibilitaba la integración, exacerbaba ciertos ámbitos y propiciaba la aparición y afianzamiento, en ciertos sectores minoritarios y propicios al extremismo, del odio hacia la sociedad de acogida. Éstas son, en gran medida, las circunstancias en las que se cuece el terrible atentado del 7 de julio de 2005 del metro de Londres.
En Francia se ha practicado la asimilación, una especie de integración forzada y forzosa unidireccional, que ni tenía en cuenta los orígenes, religión, lengua o cultura, y lo apostaba todo a la carta de desnaturalizar a inmigrante y convertirlo en algo nuevo y distinto, sin tener en cuenta que esa alienación podría, quizás, provocar tensiones.
Hace poco hubo un reportaje televisivo en Francia en el que un argelino de primera era entrevistado en la calle diciendo que él no se sentía francés, y que no volvía a su país porque sus hijos y nietos estaban allí. Algunos de los graves disturbios en la periferia más pobre de algunas ciudades francesas de hace algunos años tenían que ver con serios problemas de identidad en la segunda y tercera generación de inmigrantes a Francia.
El tercer modelo, que con grandes diferencias y diversidad de formas de puesta en práctica, es el de la integración como calle de dos vías, es decir que la sociedad de acogida debe respetar al que viene buscando una vida mejor entre nosotros, al que es de un mundo, cultura o religión distintos, pero que el que viene a instalarse en una democracia avanzada ni puede ni debe pretender importar las leyes, costumbres o prácticas incompatibles con un sistema democrático moderno, de libertades y de igualdad de todos ante la ley. No permitir la subordinación de la mujer al hombre, la poligamia, que las mujeres hereden la mitad, no es un comportamiento racista y retrógrado, es una forma irrenunciable de defender, proteger y garantizar lo derechos y libertades individuales más sagrados, sin los que no se puede hablar de democracia. No podemos volver al Imperio otomano, o a cualquier otro ejemplo que nos dé la historia, en los que leyes y tribunales eran distintos en función de la comunidad o religión del individuo. Ésa sería una monstruosa regresión de libertades, inaceptable en una verdadera democracia. Habrá que preguntar a ciertas izquierdas de Occidente por su incomprensible laxitud ante estos fenómenos.
Al mismo tiempo debemos ser plenamente conscientes de que no hay un modelo ideal o perfecto, ni siquiera una aplicación exquisita de la integración tal y como la he descrito aquí, está exenta de tensiones.
De lo que no me cabe duda alguna es de que los demás modelos provocan gravísimos problemas sociales y de convivencia, de los que se acaban enquistando gravemente, hasta tal punto que su solución se vuelve muy complicada y, a veces, casi imposible. Abogar por una integración respetuosa con la democracia, las libertades, el respeto más escrupuloso al principio de la igualdad, es un ejercicio responsable de defensa de la convivencia y de coherencia con los principios democráticos. Mostrarse complaciente con el que pretenda imponer la intolerancia, o la laxitud ante fanatismo, porque sea de un color y no de otro (pues hay que oponerse a todos los fanatismos), es inmoral, antidemocrático y ejemplo perfecto de relativismo en estado puro.”