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viernes, 4 de marzo de 2011

Marcha atrás

Casi todos los días aparco en batería en la mediana de una calle principal de mi ciudad. Cuando salgo marcha atrás me falta visibilidad y tengo que hacer un esfuerzo y pensar que nunca pasa nada, y si viene un coche me pitará antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, soy demasiado consciente de que esa maniobra diaria conlleva un riesgo innecesario. Pero no es la única. Continuamente en la vida tomamos decisiones y salimos adelante a ciegas, porque no es posible hacerlo de otra manera. Cuando me saqué el carnet de conducir montaba grandes atascos porque nunca me atrevía a avanzar en los cruces. Ahora sé que el tráfico no puede parar por mi culpa, y la vida tampoco.

Hay veces que dan ganas de tirar la toalla, bajarse del coche y no intentarlo más. Cuando pienso en la historia de la humanidad y cuánto ha costado cada paso adelante que se ha dado, parece que ahora más bien vamos hacia atrás. Pero es que a veces la única manera de avanzar es retrocediendo. Como una metáfora de mi salida del aparcamiento, la historia de la Salvación es un camino que se pierde en muchas encrucijadas y a menudo resulta haber tomado una ruta equivocada. Pero, sin embargo, comparando nuestra época con dos o tres mil años atrás, no hay duda de que los hombres hemos avanzado mucho, al menos en conocer el camino correcto, aunque muchos sigan prefiriendo no seguirlo. Ése es el problema de la libertad.

sábado, 14 de marzo de 2009

En el ojo del huracán

A veces siento que vivo en un oasis en el desierto. Tengo miedo de que mis hijos salgan y se pierdan en la inmensidad. A veces siento que estoy en el ojo del huracán, allí donde reina la calma, pero una ráfaga de viento me puede arrebatar de repente todo lo que quiero. A veces soy tan feliz que me da miedo. Llega la primavera y un gorroncillo canta sobre la barandilla de mi balcón. Mis hijos crecen sanos y responsables, y mis padres siguen ahí. Nuestros numerosos parientes y nuestros pocos amigos se encuentran sin novedad. Y yo me pregunto si es posible tanta tranquilidad.

Miro a mi marido y siento que le quiero tanto o más que antes, que los años nos han unido y sólo quiero envejecer a su lado. Miro a mis hijos, que ya son más altos que yo, y pienso que no se nos ha dado tan mal. Vivo donde quiero vivir, llevo una vida que me llena. Podría hacer alguna cosa más, pero de momento no se ha dado la ocasión. No tengo prisa. No necesito más dinero, ropa, viajes, aventuras... Soy feliz con sólo poder conservar lo que tengo en este momento. Me pregunto si todo esto es real.

Afuera, hay un mundo donde tres cuartas partes de la humanidad sufren miseria y violencia. Afuera, hay un país donde conceden medallas a los toreros. Afuera, hay una sociedad donde la gente como yo empezamos a ser una especie en extinción. Me preocupa que mis hijos se sientan rechazados por culpa de la educación que han recibido. Los valores del siglo XX están pasados de moda y a nadie le gusta ser diferente. Es culpa mía que vean más allá de las apariencias, que tengan otros intereses. Sería mucho más fácil si todo les diera igual.

A mis hijos les gusta leer y aprender cosas nuevas. Mis hijos valoran el amor, la familia, la vida y las pequeñas cosas cotidianas. Mis hijos se llevan bien, no dicen palabrotas habitualmente, no fuman, no beben... A veces me parece que les he hecho una faena. Les he condenado a pensar por su cuenta y no dejarse llevar, como mis padres hicieron conmigo. Les he enseñado a apreciar las diferencias y respetar a los demás; pero me temo que no van a recibir el mismo trato. Tal vez tenía que haber dejado que siguieran la corriente. Pero puede que todavía se cansen y lo hagan, porque son libres de seguir su propio camino, y ya no hay nada que yo pueda hacer al respecto.