sábado, 28 de septiembre de 2013

Haciendo el canelo

JUAN MANUEL DE PRADA
LA democracia, nos instruía Somerset Maugham, es una fiesta a la que se invita a todo el mundo, pero en la que luego sólo puedes entrar si agasajas al portero. A agasajar al portero lo llamaba la vieja teología «halagar al mundo». Que la sentencia de Somerset Maugham es una verdad como un templo lo comprobamos, por ejemplo, en el modo en que los políticos demócratas confiesan su filiación: un político de izquierdas se confiesa de izquierdas tan campante y orgulloso de serlo; un político de derechas, en cambio, se presenta acomplejadamente como «centrista», o «reformista·, o cualquier otra mamarrachada al uso, pero no dirá ni aunque lo torturen pellizcándole las tetillas que es de derechas. Cuando alguien se declara de derechas se convierte, ipso facto, en un aguafiestas de la democracia; y lo que la democracia necesita son animadores, no aguafiestas. Sospecho que ahora mismo no hay en el mundo un solo demócrata, del Papa abajo, que se atreva a decir que es de derechas.
 
Otra forma de animar la democracia consiste en no hablar de las cuestiones que la democracia juzga escabrosas y como de lumpen católico, como por ejemplo el aborto. En España, por ejemplo, hubo un tiempo en que la derecha aguafiestas, para rascar votos entre el lumpen católico, se puso a dar la tabarra con estas cuestiones, interpuso recursos de inconstitucionalidad contra su práctica y hasta prometió que una vez que alcanzase el poder cambiaría las leyes que las amparan. Pero, una vez alcanzado el poder, la derecha decidió que había que animar la democracia; y, desde entonces, decidió aparcar estas cuestiones escabrosas. Un verdadero demócrata no debe hablar de ciertos temas escabrosos, pues le dirán que está obsesionado (como si denunciar las miles de vidas gestantes que cada día son arrojadas al vertedero fuese «obsesión»); y, si es un demócrata en pugna con sus creencias, deberá en todo caso ver, oír y callar, so pena de ser considerado lumpen católico.
 
Yo no he nacido para ver, oír y callar; así que, para mi salud personal, opto desde hoy por no ver ni oír ciertas cosas, para no tener que callar como hago hoy. En cierta ocasión, una lectora me escribió una carta pidiéndome que, si algún día perdía la fe, no lo dejase traslucir en mis artículos, pues infligiría una herida muy profunda a personas como ella, que alimentaban la suya leyéndome. Hay cosas que, aun queriéndolo, no puede uno desembarazarse de ellas: así le ocurría a Jonás con la encomienda de predicar en Nínive; y así me ocurre a mí con la fe. Pero San Agustín nos enseñaba que, si bien nunca hemos de rehuir el martirio, no debemos tampoco entregarnos a él insensatamente. Yo, que soy el hombre más insensato del mundo, estuve durante muchos años entregándome alegremente al martirio, en un combate con el mundo que me ha dejado hecho jirones, con mi carrera literaria tirada en la papelera y convertido en el hazmerreír de todos mis colegas; y este diario ejercicio de inmolación lo hacía con alegría, porque consideraba que mi obligación no era complacer al mundo, sino combatirlo hasta el último aliento.
 
Donde hubo nidos antaño no hay pájaros hogaño, nos dice don Quijote, cuando recobra la cordura. Ignoro si en otro tiempo estuve loco; pero hoy, leyendo cierta entrevista que ha levantado mucha polvareda, he sentido que he hecho el canelo durante todos estos años. Y, siguiendo el ejemplo del ilustre entrevistado, me dedicaré desde hoy a complacer y halagar al mundo, para evitar su condena. 
 
 .abc.es/historico-opinion/index.asp?ff=20130921&idn=1511181090568