De pequeña, solo contaba con mis pensamientos, pero ahora un niño crece bombardeado por una cantidad ingente de estímulos, que son los mismos para él y para el resto y que, como en una corriente única, lo empujarán en un solo sentido: el de la homologación. Homologación significa que aquello que pensamos (mejor dicho, aquello que creemos que pensamos) es en realidad lo que otros piensan por nosotros.
Todo lo que nos rodea nos invita a vivir teniendo en cuenta solamente dos entidades de nuestro organismo: el cerebro y el sexo. La fundamental, el corazón, ha sucumbido a la marea del blablá mediático. Esa inteligencia propia del corazón, que es cálida, sabia, reposada, ha sido sustituida por el omnipresente estrépito del sentimentalismo, léase: sentimientos gritados, exhibidos, alardeados en ramalazos de rabia y condena que invaden cada espacio visual y auditivo en nuestros días. La hondura del corazón da miedo, porque es la única capaz de otorgarnos una raíz estable, fuerte, un verdadero antídoto contra la homologación del pensamiento colectivo.
Y sin embargo, solo la voz del corazón nos salvará de la desesperación en los momentos sombríos de nuestra vida. Solo devolviendo el corazón a su lugar central, delegando en él la tarea de guiarnos, pondremos de nuevo a punto el motor renovador de nuestra vida. Ese motor capaz de volver única, profunda e irrepetible nuestra modesta aventura particular.
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