lunes, 5 de agosto de 2013

Contra el exceso de higiene, o higienismo

«El ser humano es un recipiente optimizado para el crecimiento y la propagación de los microbios que lo habitan». Esta definición de Justin Sonnenburg, microbiólogo de la Universidad de Stanford, es una cura de humildad. Parafraseando a Ortega: yo soy yo y mis microbios. No es una exageración. Vistos al microscopio, solo somos humanos en un diez por ciento; por cada célula estrictamente nuestra hay unos diez microbios residentes. Es más, el genoma humano solo representa el uno por ciento de la información genética de la que somos portadores. Ese mapa ya se secuenció. Pero ahora los científicos están empeñados en conocer el ADN de nuestra flora bacteriana. ¿Por qué ese interés? «Porque este 'segundo genoma' ejerce una influencia en nuestra salud tan importante como la de los genes heredados de nuestros padres. Con una diferencia, los genes son más o menos inmutables; la flora microbiana es cambiante. Y podemos cultivarla como si fuera un jardín interior», asegura Michael Pollan, divulgador científico que participa en el American Gut Project, una iniciativa de la Universidad de Colorado para secuenciar los 'microbiomas' de cientos de voluntarios, que donan muestras de saliva, piel y heces.
«He empezado a pemsar en mí mismo en primera persona del plural, como en un superorganismo», confiesa Pollan en un artículo de la New York Times Magazine. Y explica que hay tres tipos de microbios: los comensales, una especie de gorrones inofensivos; los patógenos (minoritarios) y los mutualistas, especializados en el intercambio de favores. «El problema es que estamos acostumbrados a pensar en los gérmenes como si todos fueran enemigos, cuando muchos de ellos pueden convertirse en nuestros aliados».
Los trastornos en nuestro ecosistema microbiano, como una reducción en su diversidad o una proliferación anormal de gérmenes 'malos', nos predisponen a sufrir infecciones y enfermedades crónicas e incluso a la obesidad. Algunos investigadores creen que también es una de las causas del incremento de enfermedades autoinmunes en los países occidentales. Nuestros microbios residentes ayudan al sistema inmunológico a distinguir entre amigo y enemigo, para que no se vuelva loco a la hora de tratar con toda clase de alérgenos en potencia. Y dificultan la irrupción de los patógenos mediante la ocupación de nichos potenciales o haciendo que el entorno resulte inhóspito a los invasores.
Una hipótesis considera que el origen de las enfermedades autoinmunes está en el epitelio que recubre nuestro conducto digestivo; una piel interna cuya superficie bastaría para recubrir una pista de tenis y que ejerce de mediadora en nuestra relación con el mundo exterior. Por allí pasan unas 50 toneladas de alimentos en el curso de una vida. Si atacamos a los microbios que regulan la barrera epitelial, esta se torna más permeable y se originan brechas y filtraciones. Patógenos, residuos tóxicos y proteínas pueden abrirse paso hasta la sangre y hacer que el sistema inmunológico reaccione de manera desmedida.