Deseaba en aquellas líneas prevenir contra unas expectativas que considero erróneas y que, por otra parte, pudieran con el tiempo degenerar en decepción sobre el Papa Francisco. Dicho todo aquello, creo que es oportuno también un comentario para hablar del estilo del Papa Bergoglio y de las novedades –mejor que cambios, entiendo yo- que está introduciendo.
Una advertencia, antes de continuar, es que resulta inevitable una cierta simplificación, que facilite una comprensión de conjunto, al precio de perder algunos matices. Para comprender lo específico del nuevo Papa puede ayudar, me parece, compararlo con sus inmediatos predecesores: Juan Pablo II y Benedicto XVI. La comparación no tiene por qué plantearse en términos rupturistas, sino de simple diferenciación. En concreto, pienso que una manera de plantear el contraste –a riesgo de simplificar- es comprender que sus predecesores hubieron de emplear una energía colosal en realizar una adecuada lectura del Vaticano II, mientras que el Papa Francisco da ya por realizada esa tarea y lanza a la Iglesia –a los católicos- a la acción. Es decir, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI se tuvieron que emplear a fondo en llevar a cabo la “hermenéutica de la reforma” del concilio, de la que habló Benedicto XVI. De este modo, el ministerio de estos Papas dio lugar a un ingente magisterio a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo principal fruto fue la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica (y su posterior Compendio. A la vez, si no estoy mal informado, en ese período se llevó a cabo una discreta reforma del episcopado a nivel mundial, para garantizar que las enseñanzas episcopales fueran acordes con lo que desde Roma se formulaba.
Francisco, como digo, da por concluida la correcta lectura del concilio y ha decidido lanzar a la Iglesia a la efectiva evangelización del mundo. Nos encontramos así ante un papado enormemente dinámico, que resalta, más que la doctrina, la acción y la necesidad de acercarse a las periferias tanto de la doctrina católica –quienes se encuentran lejos de la fe cristiana o no aceptan por completo las enseñanzas católicas- como de la sociedad –los pobres, los que sufren-. Quizá no esté de más una observación, y es que los destinatarios de las palabras y de los gestos del Papa actual no es sólo la jerarquía de la Iglesia, sino también –y quizá sobre todo- los católicos de a pie. Sus mensajes no son tanto para la “institución” Iglesia, cuanto para las personas que la formamos.
Confiado en las virtualidades del Evangelio y del mensaje cristiano, el Papa Francisco nos pide a los católicos que vivamos una fe activa, que nos lleve a salir a todas las encrucijadas de la humanidad, con la seguridad de que Dios quiere atraer a todos los hombres hacia Sí y de que ha dotado a la Iglesia de la capacidad de hacer efectivo ese empeño, en el que resulta nuclear tanto la figura del pobre como la pobreza cristiana. Francisco nodeja de recordar la centralidad que tiene en el cristianismo todo aquel que padece, bien sea la injusticia, bien sea la simple fragilidad o la oscuridad de la condición humana, y la importancia que, para ser coherentes con la fe, reviste el desprendimiento de las cosas materiales. El pontificado de Francisco puede resultar, por ello, un tanto incómodo para muchos católicos, porque, a través de sus palabras y de sus gestos, nos va a poner continuamente delante de los ojos la necesidad de vivir la fe con autenticidad, con una disposición activa, que nos arranque de la comodidad y de la pasividad. En definitiva, no va a dejar de impulsarnos a salir hacia los demás y a demostrar la fe con obras (y con renuncias).
Vistas las cosas con la perspectiva aquí expuesta y con un punto quizá de arrogancia, apetece decir que desde hace al menos cincuenta años (concilio Vaticano II), el Espíritu tiene un plan para la Iglesia, y da la impresión de que lo va sacando adelante.