La era de las ideologías tristes
La posmodernidad es deprimente, depresiva, deprimida y depresora. No es mera especulación, ni opinión gratuita. La depresión, junto con la ansiedad, es la enfermedad de moda. El siglo XX fue el siglo de la neurosis. Quizá también el de la psicopatía, porque nunca el ser humano había realizado brutalidades más grandes: el nazismo, el estalinismo, las dos guerras mundiales, la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki… Pero el siglo XXI, en el que la “posmodernidad” es un hecho consumado, es el siglo de la depresión. Si acaso también, el siglo de la esquizofrenia. Si todavía no lo ven, ya lo verán.
Hay que reconocer que se está dando un abuso en la calificación de casi cualquier cosa como “depresión”, o con ese diminutivo coloquial que llamamos “depre”. A la simple tristeza, abatimiento o apatía enseguida se le llama depresión, para negocio de psiquiatras, psicólogos y fabricantes de inhibidores de la recaptación de la serotonina. Este abuso engorda en falso las cifras de prevalencia de la depresión y revela que quizá no haya tanta depresión real, pero sí nos apunta la existencia de una cultura de la tristeza, una especie de desánimo social que ha echado raíces en el “inconsciente colectivo”.
Vivimos la resaca de la modernidad, aquella etapa tan optimista en la que la razón, la ciencia y la técnica nos iban a hacer muy felices. La modernidad fue una borrachera de rupturas con toda dependencia o atadura que se pusiera por delante, una puesta de largo de una Humanidad que quería abandonar su “niñez espiritual” para pasar a un estado adulto autónomo, liberado de toda exigencia moral heterónoma. El “siglo de las luces” llamaron a los comienzos de esta era en la que, libres de las “creencias irracionales”, íbamos a crear un paraíso terrenal llevados de la mano de la diosa razón.
Pero aquella diosa no cumplió el encargo. Vivimos ahora el desencanto de su idolatría, el poso amargo del desengaño. No vivimos mejor, ni material, ni psíquica, ni espiritualmente. En lo material: fracaso total del sistema y crisis de todos los modelos económicos por causa del problema no resuelto: la codicia humana. En lo psíquico: ansiedad, depresión e índices brutales de suicidio. En lo espiritual: el frío y solitario páramo del inmanentismo materialista, que nos ha encerrado en una cloaca, en la asfixia del absurdo existencial. El sueño de la razón ha producido monstruos y los monstruos nos han devorado.
Las ideologías dominantes, agarradas a los restos del naufragio, parecen una colección de consignas agrias, caras feas, gritos ofensivos, violencia callejera, quejas insaciables y mucha mala leche. Gente triste, siempre enfadada, insatisfecha de por vida, nunca contenta con nada, inventando derechos para justificar sus desvaríos, pidiendo que se legalicen sus antojos como si así se fuesen a liberar de la mala conciencia y el hastío en el que viven. Ideologías antivida, antifamilia, anti casi todo. Ideologías de muerte, de desvinculación, de ruptura… El hombre del siglo XXI es un ser cabreado y triste.
A la parte más grave de esta cultura destructiva se le ha llamado: “cultura de la muerte”, denominación tétricamente acertada. Se justifica, defiende y legaliza el aborto y la eutanasia, arrollando el derecho fundamental a la vida y arrogándose el hombre la venia de decidir quién ha de vivir y quién no. Se manipula el genoma humano, la intimidad de la naturaleza, al gusto del consumidor y se llega a prácticas eugenésicas que dejan pálida la barbarie nazi. Se aboga por lo temporal, lo desechable, lo superficial y lo desvinculado, en detrimento de lo permanente, lo duradero, lo profundo y lo comprometido. Se valora más la división y la ruptura que la unión y la reconciliación.
El ser humano, en su afán por encontrar algo de felicidad sin renunciar a su autonomía moral, se ha convertido en un tsunami, una apisonadora que huye hacia delante sin carril y sin frenos, aplastándolo todo. Rechaza cualquier molestia, cualquier compromiso, cualquier esfuerzo, cualquier sacrificio. Y para tratar de racionalizar su desvarío inventa nuevas ideologías que lo justifiquen; ideologías que no construyen nada, que todo lo rompen, todo lo exageran, todo lo dislocan; ideologías irrespetuosas, chillonas, de botellón, pancarta y disfraz ofensivo, de rostros desencajados por el odio; ideologías tristes.
Ninguna de esas ideologías lúgubres va a mejorar el mundo en que vivimos. El desafío que se abre ante la Humanidad del III Milenio es cada vez más claro, acuciante y exigente: la restauración de los ideales y valores constructivos que hemos abandonado en la cuneta. Matar, romper, golpear, insultar o vociferar, no son los métodos que nos llevarán hacia una sociedad más justa, amable y libre. Las ideologías tristes se devorarán a sí mismas y no podemos consentir que arrastren a la Humanidad a su agujero negro. Pero no hay que combatirlas en su mismo terreno, pues esa es su mejor baza. Hay que superarlas con una fe renovada en la vida, en lo que une, en lo que construye.
La Humanidad está al borde del abismo y, por eso mismo, al borde de una posibilidad histórica de cambio. De esta “era de las ideología tristes” puede derivarse el final o el principio. Debemos elegir. Ya hemos comprobado a dónde nos lleva nuestra soberbia, nuestra aventura de independencia, nuestra idolatría de la razón y del instinto: basta ver un telediario. Hemos metido en crisis todo y ya es momento de reaccionar, aprender de la experiencia y dar un giro de 180 grados. Como profetizó el Beato Juan Pablo II, una “Nueva Humanidad” está a punto de nacer. Para ello, necesitamos la humildad de admitir el error, rectificar y volver a aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida.
Dios, como el padre del hijo pródigo, ha dejado que nos alejáramos de él a correr nuestra aventura de autonomía moral. Nos ha dejado libres para malgastar su herencia como nos ha dado la gana. No es un padre neurótico y no ha salido corriendo para evitarnos el porrazo. Ha dejado que experimentemos hasta el final las consecuencias de hacer nuestra santa voluntad. Y nos hemos quedado solos y hambrientos, mendigando. Ha llegado la hora de volver a casa. Como el hijo pródigo, viendo nuestro error y sus consecuencias, entremos dentro de nosotros mismos y decidamos volver a la casa del Padre. Él nos espera, oteando el camino y con los brazos abiertos.
http://blogs.hazteoir.org/tanabe/2013/01/02/la-era-de-las-ideologias-tristes/