jueves, 18 de octubre de 2012
¿Creer en Dios y no creer en la Iglesia?
Estoy hasta el moño de escuchar a mucha gente
la frasecita de marras de “yo creo en Dios pero no creo en la Iglesia”.
Si alguien la hubiese registrado estaría forrándose con los derechos de
autor (gracias a Dios esas cosas no se registran).
La frase, dicha a la ligera o en ocasiones con
malicia, esconde una gran ignorancia en todos sus términos: qué es
creer, quién es Dios, qué es la Iglesia.
Los que afirman tal frase hablan de la creencia en
Dios como la creencia en su existencia, ¿y?, también el demonio cree en
la existencia de Dios (y bien que le duele). Podemos afirmar la
existencia de un ser superior como una especia de gran fuerza energética
de la que procede todo lo creado pero eso ni cambiará nuestra vida ni
nos ayudará a ser felices. Creer en Dios así es como el que tiene un tío en Graná, que ni es tío ni es ná.
Creer realmente supone tener la experiencia del amor
de Dios personal que vivifica, consuela, alegra, anima, conforta,
corrige.. en una palabra, que se convierte en el centro de tu existencia
y en el motivo (no hay otro) de la felicidad.
Creer en la Iglesia no supone tener la seguridad de
su existencia, evidentemente. La Iglesia es a nivel formal una
institución reconocida y presente en todo el mundo. La fe en la Iglesia
supone creer que está fundada por el mismo Cristo y que contiene los
elementos para nuestra santificación. Negar esto sería o negar que
Cristo fundó la Iglesia, o negar que el mismo Cristo tuviese facultad
para ello y por tanto reducir a Jesús de Nazaret a un simple personaje
histórico con unas ideas muy bonitas y poco más.
La fe en la Iglesia es inseparable de la fe en
Cristo. Si afirmamos que Jesucristo es Dios hecho hombre para nuestra
redención afirmamos con ello que su obra de salvación continúa en la
Iglesia fundada sobre los apóstoles, testigos de su vida y su
resurrección.
Pero cuando alguien afirma que no cree en la Iglesia
está queriendo decir otra cosa. Para empezar suele confundir el término
Iglesia con el término sacerdotes, cuando estos son solo una pequeña
parte de los mil doscientos millones de bautizados que la conformamos. Y
luego lo que afirman son cosas tales como que todos son unos
sinvergüenzas, unos hipócritas o unos nosequé. Curiosamente si alguien
dijera algo similar de cualquier otro colectivo le estarían poniendo la
etiqueta de racista, xenófobo y fascista, pero suele ocurrir que los que
se muestran tan anticlericales enarbolan la bandera del progresismo y
la tolerancia, vaya paradoja.
¿Qué subyace en el fondo pues?. Sería algo difícil de
aventurar, aunque me atreverá a apuntar algunos aspectos con el riesgo a
equivocarme. Para empezar si interpelas o los que afirman tal cosa sus
argumentos se desmoronan a las primeras de cambio. Normalmente te sacan a
relucir el mal ejemplo de algún sacerdote, que ciertamente los malos
ejemplos existen y son muy dañinos, ese es un problema en ocasiones
grave que no se puede ni debe trivializar, pero otras muchas no lo es
tanto o queda contrarrestado por los miles de buenos ejemplos de otros
muchos sacerdotes y miembros de la Iglesia que ellos mismos conocen.
Otras parece que es una cosa de opinión, yo tengo una opinión distinta a la Iglesia sobre tal o cual tema, como
si el Evangelio o sus repercusiones se pudiesen reducir a la opinión
que fulanito de tal tenga de ellos o como si se tratase de cualquier
asunto político o social.
Pero muchas veces, y aquí me la juego, lo que subyace
es verse denunciado. El hombre necesita que alguien con una ascendencia
moral le de la razón, o por lo menos que no le diga que lo que hace no
está bien. ¿Qué te importa lo que diga la Iglesia sobre el matrimonio si
tú dices que no crees en ella? ¿Acaso te sucede lo mismo con lo que
diga el islam, el budismo o el hechicero de la tribu Culunguelengue?.
Parece que si la Iglesia afirma que el matrimonio es para toda la vida y
tú te has divorciado es que algo falla, es que en algo fallas, y eso no
lo puedes soportar.
Si Cristo no hubiese fundado la Iglesia y no hubiese
ninguna institución que recordase la Buena Nueva y sus implicaciones
morales yo podría, y de hecho hay mucha gente que lo hace, coger el
Evangelio por trozos como quien escoge fruta en el supermercado, esto me
gusta, me lo llevo, esto no me apetece, pues lo dejo o lo cogeré otro
día que sí que me apetezca. Y eso, evidentemente, ni es cristiano ni es
lógico.