jueves, 22 de diciembre de 2011
Esclavos de la tecnología
“La máquina ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón”
Miguel Delibes
Novelista español y miembro de la RAE hasta su fallecimiento el 12 de marzo de 2010
Recientemente el mundo entero se ha conmovido con la noticia del fallecimiento de Steve Jobs, el fundador de Apple, el de la manzana mordida, una figura considerada como paradigma del camino a seguir, que ha revolucionado nuestra existencia con artilugios como el iPod, el iPhone, el iPad, y no se cuantos artefactos más.
El hecho es que esta noticia me ha hecho pensar en la cantidad de aparatos que de chicos vivimos tranquilamente sin ellos, y hoy sin ellos no vivimos.
Alguien me dirá que estos ingenios han supuesto un paso de gigante en el progreso de la humanidad. No voy a refutar sus ventajas, pero nadie podrá negar que los mismos, han violado impúdicamente nuestra más recóndita intimidad. No hay día ni momento en el que no haya algo o alguien que intenta que cambies de compañía telefónica, del gas, de electricidad u ofrecerte no sé que invento maravilloso que te cuesta un ojo de la cara y no sirve para nada.
No se porque extraño sortilegio, siempre suena el móvil cuando estas haciendo una visita de cortesía al Sr. Roca o enjabonándote en la ducha. Y como el móvil no deja de tintinear, por aquello de que pudiera ser algo importante, uno ya no sabe que hacer. Se cortan las ganas de evacuar o intentas atropelladamente salir de la bañera como Adán, pero sin hoja de parra, y lleno de jabón hasta los ojos, con riesgo de pegarte un trompazo y abrirte la sesera. Por si no fuera ya bastante delirante estar de esa guisa con el aparatejo pegado a la oreja llenándolo de espuma, entonces escuchas hablar a una máquina que con voz muy campanuda que te dice: “Le habla la compañía de…”. Es entonces, cuando más cabreado que una mona en un garaje, te dan ganas de estrellar el “terminal”, como llaman al aparatejo los progres, contra los sesos de quien lo inventó.
Te habla la compañía… Como si las compañías hablasen… Hablamos las personas que hemos sido tan borricas de hacer hablar a las máquinas para hacernos esclavos de las mismas.
Sí, sí, las máquinas ya nos esclavizan, porque dígame usted que hace uno cuando llama a uno a la compañía del gas y muy atenta ella, el artificio que te responde, te dice: “Si quiere conocer nuestros servicios marque el uno; si quiere dar una lectura, marque el dos; si quiere comunicarnos una avería, marque el tres; si quiere conocer el importe de su factura marque el cuatro y así una retahíla de opciones hasta que por fin, escuchas aquello de, si llama por cualquier otro motivo, cuando oiga la señal, díganos lo más claramente posible el objeto de su llamada”. Uno, que después de toda esa perorata se ha contagiado del modo de hablar de la máquina, empieza como un cretino a tratar de explicar el motivo de la llamada. Al final te lías; no sabes ni lo que has dicho y el artefacto parlante te dice: “Lo siento, no he entendido el objeto de su llamada”. Y empieza de nuevo a repetirte las opciones desde el principio. En resumidas cuentas: que te hartas, has consumido un montón de minutos llamando a un 902 que te cuesta una pasta y terminas por colgar, aburrido y sin haber resuelto el problema.
Pero ¿y cuando vas a un centro público y después de haber perdido la mañana esperando tu turno, llegas a la ventanilla, bueno ya no hay ventanillas, al mostrador, y la persona que te tiene que atender está de cháchara con el de la mesa de al lado despotricando de lo mal que lo hizo el Madrid o el Barcelona o del desaguisado que le hizo la peluquera la última vez que fue a cortarse las puntas? Por aquello de no ser uno un desahogado, espera con una paciencia que para sí la quisiera el Santo Job, hasta que por fin se dignan atenderte casi como perdonándote a vida por interrumpir su trascendental conversación. Y eso, con suerte de que no sea su hora del desayuno y te deje allí esperando como un pasmarote más de media hora. Cuando por fin consigues exponer el motivo de tu presencia en el centro, lo primero es consultar la pantalla de la computadora, y con suerte de que no se haya caído la línea y tengas que volver otro día, después de un tiempo en el que tu interlocutor ha puesto cara de poquer, te responde, “Es que el ordenador dice….”
El ordenador dice… El ordenador no dice nada. Esa máquina infernal, que impide el diálogo y aparta de nosotros la más mínima posibilidad de razonar y que si deja de funcionar, se paraliza el mundo, solo refleja los datos que previamente otra persona ha introducido en ella. Bueno, pues como aquello no refleje la realidad y exista un error, es lo mismo, porque hoy en día, el ordenador, es como el chiste del niño de la estilográfica. Inasequible al desaliento y a cualquier tipo de prueba o razonamiento en contra.
La mayor obsesión de Steve Jobs, el fallecido fundador de Apple, fue el de humanizar las máquinas para que nos hicieran más agradable la vida, sin darse cuenta de que esa facilidad de comunicación con todos esos artilugios, terminarían por tiranizarnos, avasallarnos, sojuzgarnos y esclavizarnos.
Los artefactos de que los que hoy estamos acorralados, son los dioses del siglo XXI. Convivimos con el móvil más que con nuestro trabajo o nuestra familia. Lo llevamos con nosotros hasta en los momentos de mayor intimidad. Y ¿que decir del televisor de plasma? Le reservamos el lugar de honor en nuestro hogar. Le profesamos veneración; le conferimos valor supremo y cuando él habla, la familia calla. Incluso rige nuestras vidas y costumbres. Sometemos nuestra libertad de acción al momento en que nos muestra tal o cual programa al que otorgamos una prioridad incuestionable. Dejamos de ser protagonistas de nosotros mismos, para convertirnos en elementos pasivos de una ventana que dicta cuando podemos salir o tenemos que estar frente al espejo del mundo irreal que nos presenta y nos induce a no pensar por nuestra propia cuenta. “Es que lo ha dicho la TV”, escuchamos decir a la mayoría de nuestros semejantes. Y si lo ha dicho la TV, eso es el evangelio. Palabra divina.
Hasta tal punto hemos hecho parte de nuestras vidas a las máquinas, que ya hasta tienen enfermedades humanas, como los virus. Incluso les pusimos nombres mujer—ahora ya de hombre por lo la Ley de Igualdad— y al igual que los humanos, son capaces de producir daños irreparables a nuestros actuales dioses.
Los virus de los artilugios electrónicos, son sus enfermedades degenerativas y mortales. No es de extrañar que estos se contagien y vomiten de repugnancia y hastío, con tanta bazofia, bodrio, gilipollez y mentira como depositamos en Internet.
La lástima es que no haya aparecido aún un virus que erradique la dependencia que hoy tenemos de estos artefactos. Hemos puesto todo nuestro empeño en humanizarlos ellos, a cambio de deshumanizarnos nosotros.
http://blogs.hazteoir.org/opinion/2011/10/13/los-dioses-del-siglo-xxi-por-cesar-valdeolomillos/
Miguel Delibes
Novelista español y miembro de la RAE hasta su fallecimiento el 12 de marzo de 2010
Recientemente el mundo entero se ha conmovido con la noticia del fallecimiento de Steve Jobs, el fundador de Apple, el de la manzana mordida, una figura considerada como paradigma del camino a seguir, que ha revolucionado nuestra existencia con artilugios como el iPod, el iPhone, el iPad, y no se cuantos artefactos más.
El hecho es que esta noticia me ha hecho pensar en la cantidad de aparatos que de chicos vivimos tranquilamente sin ellos, y hoy sin ellos no vivimos.
Alguien me dirá que estos ingenios han supuesto un paso de gigante en el progreso de la humanidad. No voy a refutar sus ventajas, pero nadie podrá negar que los mismos, han violado impúdicamente nuestra más recóndita intimidad. No hay día ni momento en el que no haya algo o alguien que intenta que cambies de compañía telefónica, del gas, de electricidad u ofrecerte no sé que invento maravilloso que te cuesta un ojo de la cara y no sirve para nada.
No se porque extraño sortilegio, siempre suena el móvil cuando estas haciendo una visita de cortesía al Sr. Roca o enjabonándote en la ducha. Y como el móvil no deja de tintinear, por aquello de que pudiera ser algo importante, uno ya no sabe que hacer. Se cortan las ganas de evacuar o intentas atropelladamente salir de la bañera como Adán, pero sin hoja de parra, y lleno de jabón hasta los ojos, con riesgo de pegarte un trompazo y abrirte la sesera. Por si no fuera ya bastante delirante estar de esa guisa con el aparatejo pegado a la oreja llenándolo de espuma, entonces escuchas hablar a una máquina que con voz muy campanuda que te dice: “Le habla la compañía de…”. Es entonces, cuando más cabreado que una mona en un garaje, te dan ganas de estrellar el “terminal”, como llaman al aparatejo los progres, contra los sesos de quien lo inventó.
Te habla la compañía… Como si las compañías hablasen… Hablamos las personas que hemos sido tan borricas de hacer hablar a las máquinas para hacernos esclavos de las mismas.
Sí, sí, las máquinas ya nos esclavizan, porque dígame usted que hace uno cuando llama a uno a la compañía del gas y muy atenta ella, el artificio que te responde, te dice: “Si quiere conocer nuestros servicios marque el uno; si quiere dar una lectura, marque el dos; si quiere comunicarnos una avería, marque el tres; si quiere conocer el importe de su factura marque el cuatro y así una retahíla de opciones hasta que por fin, escuchas aquello de, si llama por cualquier otro motivo, cuando oiga la señal, díganos lo más claramente posible el objeto de su llamada”. Uno, que después de toda esa perorata se ha contagiado del modo de hablar de la máquina, empieza como un cretino a tratar de explicar el motivo de la llamada. Al final te lías; no sabes ni lo que has dicho y el artefacto parlante te dice: “Lo siento, no he entendido el objeto de su llamada”. Y empieza de nuevo a repetirte las opciones desde el principio. En resumidas cuentas: que te hartas, has consumido un montón de minutos llamando a un 902 que te cuesta una pasta y terminas por colgar, aburrido y sin haber resuelto el problema.
Pero ¿y cuando vas a un centro público y después de haber perdido la mañana esperando tu turno, llegas a la ventanilla, bueno ya no hay ventanillas, al mostrador, y la persona que te tiene que atender está de cháchara con el de la mesa de al lado despotricando de lo mal que lo hizo el Madrid o el Barcelona o del desaguisado que le hizo la peluquera la última vez que fue a cortarse las puntas? Por aquello de no ser uno un desahogado, espera con una paciencia que para sí la quisiera el Santo Job, hasta que por fin se dignan atenderte casi como perdonándote a vida por interrumpir su trascendental conversación. Y eso, con suerte de que no sea su hora del desayuno y te deje allí esperando como un pasmarote más de media hora. Cuando por fin consigues exponer el motivo de tu presencia en el centro, lo primero es consultar la pantalla de la computadora, y con suerte de que no se haya caído la línea y tengas que volver otro día, después de un tiempo en el que tu interlocutor ha puesto cara de poquer, te responde, “Es que el ordenador dice….”
El ordenador dice… El ordenador no dice nada. Esa máquina infernal, que impide el diálogo y aparta de nosotros la más mínima posibilidad de razonar y que si deja de funcionar, se paraliza el mundo, solo refleja los datos que previamente otra persona ha introducido en ella. Bueno, pues como aquello no refleje la realidad y exista un error, es lo mismo, porque hoy en día, el ordenador, es como el chiste del niño de la estilográfica. Inasequible al desaliento y a cualquier tipo de prueba o razonamiento en contra.
La mayor obsesión de Steve Jobs, el fallecido fundador de Apple, fue el de humanizar las máquinas para que nos hicieran más agradable la vida, sin darse cuenta de que esa facilidad de comunicación con todos esos artilugios, terminarían por tiranizarnos, avasallarnos, sojuzgarnos y esclavizarnos.
Los artefactos de que los que hoy estamos acorralados, son los dioses del siglo XXI. Convivimos con el móvil más que con nuestro trabajo o nuestra familia. Lo llevamos con nosotros hasta en los momentos de mayor intimidad. Y ¿que decir del televisor de plasma? Le reservamos el lugar de honor en nuestro hogar. Le profesamos veneración; le conferimos valor supremo y cuando él habla, la familia calla. Incluso rige nuestras vidas y costumbres. Sometemos nuestra libertad de acción al momento en que nos muestra tal o cual programa al que otorgamos una prioridad incuestionable. Dejamos de ser protagonistas de nosotros mismos, para convertirnos en elementos pasivos de una ventana que dicta cuando podemos salir o tenemos que estar frente al espejo del mundo irreal que nos presenta y nos induce a no pensar por nuestra propia cuenta. “Es que lo ha dicho la TV”, escuchamos decir a la mayoría de nuestros semejantes. Y si lo ha dicho la TV, eso es el evangelio. Palabra divina.
Hasta tal punto hemos hecho parte de nuestras vidas a las máquinas, que ya hasta tienen enfermedades humanas, como los virus. Incluso les pusimos nombres mujer—ahora ya de hombre por lo la Ley de Igualdad— y al igual que los humanos, son capaces de producir daños irreparables a nuestros actuales dioses.
Los virus de los artilugios electrónicos, son sus enfermedades degenerativas y mortales. No es de extrañar que estos se contagien y vomiten de repugnancia y hastío, con tanta bazofia, bodrio, gilipollez y mentira como depositamos en Internet.
La lástima es que no haya aparecido aún un virus que erradique la dependencia que hoy tenemos de estos artefactos. Hemos puesto todo nuestro empeño en humanizarlos ellos, a cambio de deshumanizarnos nosotros.
http://blogs.hazteoir.org/opinion/2011/10/13/los-dioses-del-siglo-xxi-por-cesar-valdeolomillos/