Lo confieso sin ambages: me aburre el jogging, aborrezco el spinning, me postran el pilates y las pesas. En resumidas cuentas, detesto todas esas rutinas agotadoras que realizamos para cumplir con el mens sana in corpore… ustedes ya saben qué. Lo más curioso del caso es que yo fui muy deportista de niña e incluso gané alguna medallita en atletismo y estuve en un equipo de jockey. Sin embargo, ahora el único ejercicio que hago refunfuñando es una tablita de gimnasia de quince minutos (todos los días, eso sí), un poco de baile y paseos por el Retiro. En resumidas cuentas, nada que me machaque los meniscos y me triture las articulaciones. Y lo hago solo porque me gusta, sobre todo lo del baile. Si de paso me sirve de ejercicio, mejor que mejor, pero no estoy dispuesta a sacrificar el poco tiempo de ocio que tengo torturándome. Aún así, hasta ahora cuando alguien me preguntaba ese lugar común de “¿qué haces para mantenerte en forma?”, yo mentía como un político en campaña electoral. “¡Uf, –murmuraba, dejando que la vista vagase suavemente hacia el infinito– hago de todo!, ya sabes, es tan importante ejercitar los músculos”. Porque ¿cómo le explicas a la gente que no crees en uno de los más sagrados mandamientos de la vida moderna? ¿Cómo la convences de que hacer ejercicio es una opción personal y no una obligación? Obligación, además, que si no cumples te convierte en un tipo raro, torvo, casi un sospechoso asocial. Y lo mismo ocurre con otras tiranías de esta sanísima vida moderna en la que estamos instalados. La tiranía, por ejemplo, de sustituir la leche de toda la vida por la de soja, o la de consumir yogures contra el estreñimiento o el colesterol, zumos que palían los sofocos de la menopausia y cereales que prometen una talla 38.
De nada sirve argumentar que la leche de soja sabe a rayos y que tiene menos calcio que la de vaca; o que los yogures/batidos/zumos/ son alimentos y no medicinas que hay que tomar por prescripción facultativa. No, no, nada esto se puede decir porque estas nuevas tiranías se han impuesto en nuestras vidas como otros tantos mandamientos de esa tiránica e inapelable religión pagana que es la corrección política. Una que no tiene ni dios ni profeta pero sí ángeles (todos aquellos que cumplen a rajatabla sus mandatos) y también feísimos demonios que somos los que no comulgamos con sus preceptos. A mí todo esto me coge ya demasiado vieja como para tomármelo en serio, la verdad. De hecho, soy tan vetusta que he vivido otras tiranías y otros infiernos que ahora parecen un chiste. Por ejemplo, el tiempo en que se consideraba que el aceite de oliva era veneno comparado con el de maíz, que vivió un esplendor tan corto como fulgurante con todo tipo de beneficios dietéticos y cardiosaludables que ahora se atribuyen –y con razón– al llamado oro verde. También he vivido el fulgor y muerte de multitud de cachivaches mágicos como pulseritas de propiedades extraordinarias que prometían curas milagrosas contra el reuma, la artrosis y, sin ir más lejos, la que hizo furor el año pasado. Me refiero a ese cuento chino fabricado en plástico de colorines (cómo admiro a los genios que consiguen forrarse con estas milongas) que prometía mejorar el equilibrio y la potencia sexual. Dicho de otro modo, pertenezco al minúsculo y menguante club de los que NO creen en las modas saludables. Pienso, por ejemplo, que muy pronto saldrán estudios que digan que lo que el cuerpo agradece es un ejercicio moderado y no ese machaque sistemático rayano con la vigorexia. Otros que proclamen que la soja es una verdura como tantas con sus virtudes y sus defectos y no el bálsamo de Fierabrás, mientras que yogures, zumos, etcétera, son alimentos y no medicinas curalotodo. Estoy segura de que ese día llegará y, mientras tanto, yo lo esperaré comiendo lo que me gusta y bebiendo lo que me da la gana, bailando un poquito y paseando de vez en cuando por el Retiro, que está al lado de mi casa, porque la vida sana para mí es eso. Lo demás son cuentos o –a veces incluso– historias para no dormir. |