REDACCIÓN HO.- Un nuevo trágico suceso reaviva el rechazo a la eutanasia y al llamado “suicido asistido”: tras diagnosticársele de una enfermedad incurable, un magistrado italiano de 62 años, Pietro D’amico, de Vibo Valentia, procurador general en Catanzaro (Calabria, Italia) desde 1995 hasta su dimisión hace tres años, fue a Suiza el pasado abril para pedir la muerte, sin saberlo los suyos. Pero una autopsia solicitada después por la familia reveló que el hombre estaba completamente sano.
Pietro D’Amico era un hombre sano
Sin duda no se contraba feliz, pero estaba totalmente sano: ninguna enfermedad degenerativa, ninguna enfermedad incurable... ¿Era suficiente ese deseo de morir, máxime tras un diagnóstico errado, para justificar un acto de eutanasia? Emanuela Vinai, en un artículo publicado el pasado 8 de julio en la agencia informativa católica italiana SIR, traducido por Aleteia, aborda el tema:
La clínica sostiene que el magistrado llegó a Suiza exhibiendo dos certificados médicos italianos que probaban su grave estado de salud. Una auto-certificación tomada por buena por una estructura que “ayuda a morir, no a vivir” y que no consideró necesario exigir más verificaciones. Ahora el caso pasa al juzgado, que deberá acertar el nexo de causalidad entre el error de diagnóstico y el que ha sido definido públicamente con recato como “triste evento”.
A los familiares, además del dolor, les queda la amarga conciencia de que se podía haber salvado a D’Amico. Bastaba un examen más profundo, bastaba un debate, bastaba una llamada a la familia, realizada antes, no después.
Ahora seremos un poco controvertidos con las palabras, pero “suicidio asistido” quiere decir que si alguien se presenta diciendo que quiere morir, en lugar de tenderle la mano, los oídos, el corazón, se le ayuda a escoger el medio con el cual salir del mundo. Todos tienen la experiencia personal de sostener a un padre, un hermano, un amigo, un primo, un conocido que ha atravesado o traviesa un momento de especial dificultad y fragilidad psicológica. Nadie, sin embargo, piensa que la solución del problema pueda encontrarse en la eliminación del que tiene el problema mismo.
Vivimos en una sociedad desanimada, replegada sobre sí misma, en la que la eutanasia está patrocinada con extrema ligereza por falsos filántropos que piensan que la única respuesta a una cuestión de soledad, de sufrimiento, de abandono, se encuentra en la promoción de un viaje sin retorno.
Pero no faltan signos de despertar y de esperanza. El Papa Francisco en Lampedusa ha hablado al corazón y a las mentes: ¿dónde está tu hermano? Pregunta que no puede quedar sin respuesta o, peor, que no se puede responder exhibiendo una distorsionada forma de compasión que suena más como el enésimo intento de eludir responsabilidades que como un hacerse cargo realmente. “No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Sí, lo somos. No por ser católicos, sino por ser hombres. Guardianes no en el sentido de supervisores vigilantes, sino en el de los que miran al otro y se reconocen en él, sobre todo cuando la mirada restituye la imagen más dura de ver, la de quien pide ayuda.