jueves, 16 de mayo de 2013
El valor de una vida
Que
seres tan extraños somos los humanos. Ponemos el máximo celo en cuidar
al lince ibérico o un huevo de un ave en riesgo de extinción, y no
tenemos el más mínimo escrúpulo en asesinar al fruto de nuestras
entrañas.
El pasado sábado, 486 asociaciones se manifestaron en Madrid a favor de la vida, porque el Gobierno, que llevaba en su programa electoral derogar la Ley del aborto que aprobaron los socialistas, después de más de un año en el poder y con una mayoría absoluta que le permite hacerlo, no ha movido un solo dedo a pesar de que esa promesa, no es algo que esté condicionado por las condiciones económicas por las que atravesamos. Y es que a ese Gobierno al que una abrumadora mayoría de españoles otorgó su confianza en las urnas, le falta el coraje que a los socialistas les sobra, para defender los principios que dice defender.
El hecho de que cada una de las cosas que hagamos se pierda en eso a lo que llamamos tiempo, nos hace apreciar que cada momento de la vida es único. Un beso, un atardecer, una mirada, una caricia, un sentimiento. Ninguno volverá a repetirse de la misma manera. Cada uno sucede una sola vez en la historia del universo. Por eso la vida es sagrada. Porque es única e irrepetible. Desde el mismo momento de la concepción; desde el primer momento de su existencia, la vida humana debe ser preservada y protegida de manera absoluta, respetando el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida.
Existe una parte no demasiado conocida de la historia no muy lejana, que por enésima vez, nos demostrará el valor que tiene la vida.
Es la historia de Emilia. Una mujer cuyo último embarazo presentó tantas penas y aflicciones, que hoy en día, constituiría una opción segura por el aborto.
Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo hundido en la miseria, después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Desde pequeña, su salud era delicada, a causa de las menesterosas condiciones en las que se desenvolvía su vida.
Siendo muy joven, se casó con un obrero textil, estableciéndose el matrimonio en una ciudad absolutamente ajena a su entorno familiar y social. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmundo. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a Olga, una niña que sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida.
Catorce años después del nacimiento de Edmundo y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación extremadamente dura. Tenía cerca de cuarenta años y su estado de salud era muy preocupante: sufría importantes problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, como consecuencia de la recién terminada primera guerra mundial.
Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. En esas sombrías circunstancias, Emilia quedó nuevamente embarazada. No faltó quien se ofreciera a practicarle un aborto. Con su edad y su estado de salud, el embarazo constituía un alto riesgo para su vida. Por otra parte, las duras condiciones en las que se desarrollaba su existencia, la inducían a preguntarse:¿Qué mundo puedo ofrecer a mi hijo? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra? ¿Vale la pena que le dé la vida?
Trágicamente, Edmundo, el único hermano del bebé que esperaba, viviría sólo dos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perdería la vida.
A este niño le esperaba una vida en completa orfandad: ni su padre, ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que se estaba generando.
¿Tenía sentido traer al mundo a un niño que desde el mismo momento de nacer, solo habría de conocer las punzadas de la angustia y la amargura? ¿Qué amanecer de cada día podía ofrecerle su madre? ¿Había alguna razón que aconsejara continuar con aquel embarazo?
A pesar de todo, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el nombre de Karol. Llegado a este punto del relato, supongo que ya saben quiénes son los protagonistas de esta historia. Para los progresistas y los fariseos, hoy, aquel niño, seguramente sería una víctima del aborto. Pero, progresar no es tener más, sino ser más. Y la mujer que se somete a un aborto, nunca será más, porque en lo más profundo de su alma, siempre habitará el vacío de ese hijo que fue sin llegar a ser. En el caso de Emilia, gracias al valor y respeto que profesó por la vida, 58 años después, su hijo, Karol Wojtyla, llegaría a ser S.S. Juan Pablo II.
http://blogs.hazteoir.org/opinion/2013/04/09/el-valor-de-la-vida-por-cesar-valdeolmillos/
El pasado sábado, 486 asociaciones se manifestaron en Madrid a favor de la vida, porque el Gobierno, que llevaba en su programa electoral derogar la Ley del aborto que aprobaron los socialistas, después de más de un año en el poder y con una mayoría absoluta que le permite hacerlo, no ha movido un solo dedo a pesar de que esa promesa, no es algo que esté condicionado por las condiciones económicas por las que atravesamos. Y es que a ese Gobierno al que una abrumadora mayoría de españoles otorgó su confianza en las urnas, le falta el coraje que a los socialistas les sobra, para defender los principios que dice defender.
El hecho de que cada una de las cosas que hagamos se pierda en eso a lo que llamamos tiempo, nos hace apreciar que cada momento de la vida es único. Un beso, un atardecer, una mirada, una caricia, un sentimiento. Ninguno volverá a repetirse de la misma manera. Cada uno sucede una sola vez en la historia del universo. Por eso la vida es sagrada. Porque es única e irrepetible. Desde el mismo momento de la concepción; desde el primer momento de su existencia, la vida humana debe ser preservada y protegida de manera absoluta, respetando el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida.
Existe una parte no demasiado conocida de la historia no muy lejana, que por enésima vez, nos demostrará el valor que tiene la vida.
Es la historia de Emilia. Una mujer cuyo último embarazo presentó tantas penas y aflicciones, que hoy en día, constituiría una opción segura por el aborto.
Emilia pertenecía a una familia de clase media en un país europeo hundido en la miseria, después de una prolongada guerra nacional. Hambre y epidemias amenazaban a toda la población. Desde pequeña, su salud era delicada, a causa de las menesterosas condiciones en las que se desenvolvía su vida.
Siendo muy joven, se casó con un obrero textil, estableciéndose el matrimonio en una ciudad absolutamente ajena a su entorno familiar y social. Poco tiempo después nació su primer hijo, Edmundo. Unos años más tarde, Emilia dio a luz a Olga, una niña que sobrevivió pocas semanas por las malas condiciones de vida a la que la familia estaba sometida.
Catorce años después del nacimiento de Edmundo y casi diez de la muerte de su segunda hija, Emilia se encontraba en una situación extremadamente dura. Tenía cerca de cuarenta años y su estado de salud era muy preocupante: sufría importantes problemas renales y su sistema cardiaco se debilitaba poco a poco debido a una afección congénita. Por otro lado, la situación política de su país era cada vez más crítica, como consecuencia de la recién terminada primera guerra mundial.
Vivían con lo indispensable y con la incertidumbre y el miedo de que estallase una nueva guerra. En esas sombrías circunstancias, Emilia quedó nuevamente embarazada. No faltó quien se ofreciera a practicarle un aborto. Con su edad y su estado de salud, el embarazo constituía un alto riesgo para su vida. Por otra parte, las duras condiciones en las que se desarrollaba su existencia, la inducían a preguntarse:¿Qué mundo puedo ofrecer a mi hijo? ¿Un hogar miserable? ¿Un pueblo en guerra? ¿Vale la pena que le dé la vida?
Trágicamente, Edmundo, el único hermano del bebé que esperaba, viviría sólo dos años más. Algunos años más tarde, estallaría la segunda guerra mundial, en la que el padre de la criatura que estaba por nacer también perdería la vida.
A este niño le esperaba una vida en completa orfandad: ni su padre, ni su madre, ni su único hermano podrían acompañarle en medio de las condiciones espantosas de la segunda guerra mundial que se estaba generando.
¿Tenía sentido traer al mundo a un niño que desde el mismo momento de nacer, solo habría de conocer las punzadas de la angustia y la amargura? ¿Qué amanecer de cada día podía ofrecerle su madre? ¿Había alguna razón que aconsejara continuar con aquel embarazo?
A pesar de todo, ella optó por la vida de su hijo, a quien puso el nombre de Karol. Llegado a este punto del relato, supongo que ya saben quiénes son los protagonistas de esta historia. Para los progresistas y los fariseos, hoy, aquel niño, seguramente sería una víctima del aborto. Pero, progresar no es tener más, sino ser más. Y la mujer que se somete a un aborto, nunca será más, porque en lo más profundo de su alma, siempre habitará el vacío de ese hijo que fue sin llegar a ser. En el caso de Emilia, gracias al valor y respeto que profesó por la vida, 58 años después, su hijo, Karol Wojtyla, llegaría a ser S.S. Juan Pablo II.
http://blogs.hazteoir.org/opinion/2013/04/09/el-valor-de-la-vida-por-cesar-valdeolmillos/