domingo, 20 de marzo de 2011

Carta de un padre

CARTA DE UN PADRE A SU HIJO ABORTADO

Querido hijo:
Al empezar a escribir estas líneas me asaltan las lágrimas, y también la alegría de hablar contigo. Por fin. Hace doce años. ¿Recuerdas?. Yo he estado intentando olvidar, intentando apartarte de mí, de mi vida. Sin saber que, para ello, tenía que adormecer, que anestesiar, que matar en definitiva, una parte de mí. La parte más bonita de un ser humano: la parte de nosotros que ama, que se emociona, que se ríe, que se alegra, que ve el futuro con esperanza y optimismo. Esa parte de mí quedó cubierta por una especie de nube negra el día que me faltaste y decidí que “mejor no hablar de ello y tirar para adelante”.
Querido hijo: Llevo dos días hablando contigo a todas horas. Aunque no sé si me puedes escuchar, las lágrimas que lloro después de doce años me dicen que sí. Quería tener tu recuerdo oculto en una especie de desván de mi mente. En la estantería de la esquina, detrás de un montón de trastos inútiles. A ti, que fuiste la alegría más grande de mi vida. ¿Sabes que nunca había imaginado que se podía ser tan feliz como cuando tu madre me dijo que estaba embarazada de ti?. Y eso que también sentí mucho miedo. Tu madre y yo éramos estudiantes universitarios, y apenas nos conocíamos. Pero cuando ella me dijo que estabas creciendo dentro de su vientre, sentí que, por primera vez en mi vida, había hecho algo realmente importante: engendrarte. Por primera vez en mi vida, conocí la maravillosa sensación de querer a alguien más que a uno mismo. Porque gracias a ti entendí, en el momento que tu madre me dijo que estaba embarazada, para qué venimos a este mundo: para Amar. Con mayúsculas, sí. Para querer a los demás. Y los hijos sois los maestros que necesitamos para poder conocer la Felicidad. Sí, con mayúsculas también. La auténtica, no la de mentira que nos venden por la tele y que se puede comprar.
Querido hijo: Todo fue demasiado rápido y demasiado confuso. Tu madre decía que no podía “tenerte” (¡si ya te tenía!) porque no quería decepcionar a sus padres. Fíjate en qué mundo tan raro vive tu padre: han lavado el cerebro a la gente para sentirse mal y sentirse culpable ante un embarazo, ante un hijo, ante la mayor alegría de su vida. Tu madre estaba preocupada por haberse quedado embarazada; yo estaba preocupado ante la posibilidad de que dejase de estarlo y tú ya no estuvieras. Ya conoces la cantidad de excusas y mentiras que han enseñado a muchas mujeres (y hombres) a decir cuando hay un embarazo: que si te “arruina la vida”, que si “no es el momento”, que si “ya tendrás tiempo más adelante” (como si pudiéramos haber hecho una fotocopia tuya)...
Querido hijo: Todo eso es mentira. Tú no arruinaste mi vida. Me diste la razón para vivir. Cuando me enteré de que existías, me sentí capaz de todo. Por ti. Capaz de cualquier cosa, de cualquier sacrificio para darte todo lo que necesitases. Yo, que era un indolente muchas veces incapaz siquiera de moverse del sofá salvo que fuese para algo que me resultase placentero... Pero por ti estaba dispuesto a estudiar, a trabajar, a levantarme temprano, a acostarme tarde, a no dormir, a no comer, a no comprarme ropa nueva, a olvidarme de llevar los zapatos último modelo... Incluso a olvidarme del camino profesional que yo creía que debía seguir para poder ganar dinero lo antes posible para ti. A lo que hiciera falta con tal de que tú estuvieses bien y estuvieses feliz. Hubiera sido feliz de poder dejar mi cómoda vida de estudiante desocupado para poder alimentarte y acunarte por las noches.
Querido hijo: Aún recuerdo el miedo que sentía cuando oía hablar a otros con tanto cinismo de tu vida, como si fueses un mueble que había que pensar si devolverlo o no al fabricante. Aún recuerdo, ahora con rabia por no darme cuenta entonces, el desencanto que sentí cuando incluso el psicólogo que me trataba por una mala racha que llevaba, hablaba de tu existencia como una simple “opción”, y me recomendaba que no pidiese a tu madre que se apiadase de ti, sino que simplemente callase y “estuviese a su lado”. ¡Cuánta frialdad, hijo mío! ¡Cuánta frase estereotipada para lavarse las manos y parecer “modernos”! Que no intercediese por ti ante tu madre... Ante el mismísimo diablo lo hubiera hecho si hubiera podido y hubiera hecho falta, para salvarte. Tu alma por la mía. Tu vida por la mía. Sabes que no me hubiese importado. Aun en el infierno hubiese podido ser feliz por toda la eternidad si yendo allí hubiera conseguido que tú vivieras. ¡Cómo iba a callarme mientras la vida de mi hijo corría peligro! ¡Cómo permanecer impasible mientras se hablaba de matar al hijo de mis entrañas! ¡Cómo decirle a tu madre que la “apoyaba” cuando hablaba de destrozar la carne de mi carne y la sangre de mi sangre (y la suya)!.
Querido hijo: Tu madre tenía miedo. Mucho miedo. Más que yo. O quizás es que no tuvo la suerte que yo tuve. Tus abuelos enseñaron a tu padre que la familia es lo primero. Que la sangre es lo primero. “La única verdad de la vida”, me decía tu tatarabuela. A nadie le hace gracia un embarazo no planeado. Pero yo tuve la inmensa fortuna de haber sido criado aprendiendo la importancia de querer a los hijos por encima de todo: por encima del miedo, de los imprevistos, de las incomodidades, de las penurias incluso. No sé cómo explicártelo porque es muy difícil, pero tus abuelos consiguieron, sin decírmelo nunca con palabras, que supiese y entendiese que nada tiene sentido ni valor sin la familia y sin los hijos. Ninguna carrera ni doctorado en ciernes. Ningún futuro económico o profesional puede sustituir a un hijo, por brillante que sea. Es más: resulta ofensivo que se hable de un hijo y de otras cosas como si fuesen intercambiables.
Querido hijo: Tu madre no tuvo esa suerte. Ella se crió en otro tipo de hogar. En un hogar donde las apariencias, el fingir éxito y el ajustarse a unos planes (en los que tú no estabas incluido) era más importante que los hijos y la familia. Tu madre no sabía cómo explicarlo, pero en su familia las personas tenían valor en función de la utilidad que podían tener de cara a aparentar ser la familia perfecta. Sabes que le imploré por ti. Que no se preocupase por sus padres (tus abuelos), que los padres se enfadan mucho ante un embarazo imprevisto, pero que luego se derriten al tener a su nieto en brazos. Que tus otros abuelos (mis padres) nos ayudarían en todo lo necesario. Que incluso te criarían ellos si era necesario mientras nosotros (aunque fuese cada uno por nuestro lado) nos asentábamos profesionalmente. Incluso le pedí que, si la idea de saber que estabas con alguna persona conocida que no fuera ella misma (conmigo o con tus abuelos) le resultaba difícil de aceptar, que te dejase vivir para darte en adopción. Tampoco me importaba saber que no te vería nunca si así conseguía que vivieses. No sé cómo explicártelo, pero eras tan maravilloso que tu existencia convertía todos los sacrificios en una alegría (incluso el sacrificio de no poder estar contigo).
Querido hijo: Tu madre se hizo una ecografía. Era Semana Santa y volvió de su ciudad con una foto tuya, borrosa, en la que tenías el aspecto de una pequeña alubia de color gris. También sabes lo que sentí cuando ví tu imagen por primera vez. Incluso tu madre y yo llegamos a jugar a buscarte nombres (de chico y de chica) y yo empecé a pensar que todavía había esperanza. Que Dios conseguiría lo que parecía imposible. Yo, que no quería saber nada de Dios porque me parecía una especie de aguafiestas que se dedicaba a prohibir todo lo que me gustaba, me pasaba el día rezando en silencio, pidiendo un milagro. Pidiendo que lo que tu madre decía que pensaba hacer (que “tenía” que hacer, decía ella para intentar justificar lo injustificable) no fuese más que un mal sueño y que dentro de algunos meses pudiera tenerte en mis brazos, besarte, oler tu piel, verte llorar o mirarlo todo con la cara de curiosidad que ponen siempre los recién llegados.
Querido hijo: Dicen los Evangelios que “todo es posible para el que cree”. Perdóname si no tuve la suficiente Fe para que Dios pudiese obrar el milagro. Tu madre, finalmente, cogió un autobús para marchar a otra ciudad. Me pidió que no la acompañase. Y yo no lo hice porque se puso como una fiera. No dejo de pensar si quizás intercediendo por tu vida hasta el último momento hubiese conseguido algo. Creo que yo también me dejé influenciar por la jerga engañosa y políticamente correcta de que tu vida y tu muerte eran “una decisión que había que respetar” y, al final, decidí no ponerle “las cosas” más difíciles a tu madre. Ahora creo que mi obligación como padre era ir hasta las mismísimas puertas del infierno y, si era necesario, cortar las tres cabezas del mismísimo Cerbero para intentar defenderte, y molestar a quien hubiera hecho falta (incluso a tu madre) si con ello había una mínima oportunidad de que vivieras. Perdóname si no lo hice. Sabes que lo hice lo mejor que supe. Todo me vino encima de repente. Era una pesadilla de la que oía hablar de vez en cuando en la tele o en la radio, o en los periódicos, pero que pensaba que era de esas que “siempre le pasaba a otros”. Y nunca me imaginé que pudiera pasarme a mí, ni a nadie que yo conociera. Yo pensaba que era imposible que yo llegase a conocer a nadie capaz de hacerle eso a su hijo. A gente así se le tendría que notar en la cara lo que habían hecho. Y yo no notaba nada raro en la cara de nadie y, por eso, malinterpretaba el silencio y la mirada dolorida de tantas mujeres que he conocido.
Querido hijo: Tu madre se marchó en un autobús y yo no pude dormir esa noche. Ni pude hacer nada (¡cómo preparar una oposición mientras a ti te iban a quitar la vida!) al día siguiente. Cuando tu madre volvió, fui a esperarla a la estación y luego nos sentamos a tomar un café, intentando mantener una conversación parecida a la que se tiene cuando se suspende un examen, o te despiden del trabajo. Como si fuese una mala experiencia que se olvidaría en pocos días, aprobando otro examen o consiguiendo otro trabajo. ¿Sabes que tu abuela se acabó enterando también de quién eras? No sé cómo, pero ella me conoce muy bien. Y me notó preocupado. Y yo se lo acabé contando, cuando todavía tenía esperanza de llegar a tenerte en mis brazos. Y tu abuela se entristeció. Pero no por ti, sino al enterarse de lo que planeaban hacerte. Ella también se puso muy triste cuando se enteró de cómo acabó tu corta vida.
Querido hijo: Tu madre y yo dejamos de vernos poco tiempo después. Ya nada fue lo mismo. ¿Cómo iba a serlo? Tu madre y yo nos dedicamos a fingir que no había pasado nada (¿acaso no actuaba así todo el mundo? ¿acaso no es lo que finge toda la gente que hace lo que te hicieron a ti?). Y toda esa parte tan maravillosa de mí que ni siquiera sabía que existía hasta que tú apareciste, se fue adormeciendo. Incluso tuve que adormecer otras partes de mí para intentar autoconvencerme de que no había ocurrido nada realmente importante (así actuaba tu madre y yo creí que era la mejor forma de afrontarlo).
Querido hijo: Yo siempre había creído (qué engañados nos tienen a todos) que las mujeres que se deshacían así de sus hijos tenían las ideas muy claras y no sufrían por ello, (me resultaba imposible entender que eso ocurriera) porque en la tele nunca hablan de eso (y,claro, si en la tele no lo dicen, es que no pasa, ¿verdad?). ¡Qué equivocado estaba! Pocos meses después, cuando tu madre y yo hacía tiempo que no nos veíamos, me encontré con ella por los pasillos de la facultad. Por fuera del jersey asomaban sus muñecas vendadas. Y me contó que se había intentado suicidar. Otra vez. Que había estado ingresada. De nuevo. Y, aunque no me lo dijo (y no me atreví a preguntarlo) intuí que otros hermanos tuyos habían corrido, anteriormente, tu misma suerte. Dos años más tarde, me atreví a contarle la historia de tu madre a una conocida que se había hecho psiquiatra. Y me lo confirmó, pero sin querer decir mucho más: que muchísimas mujeres se arrepentían de abortar. Que la mayoría sufren lo indecible. Y que la mayoría lo hacen en silencio porque no se atreven a confesar que se sienten fatal por haber hecho algo que nos presentan como si fuera lo más moderno y lo más sofisticado que existe y que, sin embargo, no es sino la equivocación más grande que puedes cometer en la vida: matar a nuestros hijos. Como si matar a tu hijo te convirtiese en algo parecido a las pioneras de la minifalda en los años 60.
Querido hijo: Tu padre no sabía qué hacer ni a quién dirigirse. Tu abuela se puso muy triste cuando le conté lo que te había pasado. Y decidí no mencionarte más para no hacerla sufrir, ni a ella, ni a nadie. A tu madre no volví a verla más. Y como lo único que escuchaba sobre este asunto era que era “una opción” y nadie habla nunca de ello (así nos mantienen engañados más fácilmente), salvo algunos muy ruidosos para alardear de haberlo hecho (lo que hay que hacer para olvidarse de vosotros, hijo mío: presumir de haberos matado), decidí abandonar tu recuerdo en el fondo de mi mente, esperando que se disipase poco a poco. Al fin y al cabo, ni siquiera tenía un sitio a donde poder ir a llevarte flores, a limpiar una lápida con tu nombre, a rezar o simplemente a sentarme a hacerte compañía.
Querido hijo: Pasaron los años. Tu padre siguió adelante con sus estudios y su trabajo. Y, sin darse cuenta, se convirtió en un cínico egoísta que no confiaba en nada ni en nadie. En una especie de sombra de sí mismo que no entendía el vacío que se había apoderado de él, y que buscaba la felicidad que nos negaron en fiestas y, sobre todo, en otras mujeres. Ahora me parece que algo dentro de mí me impulsaba a buscar otra mujer a quien dejar embarazada, pero yo pensaba que, simplemente, yo lo que quería era “olvidar mis complejos y el pasado” y “disfrutar de la vida”. Y así pasaron los años. Con tu padre convertido en un aspirante a conquistador compulsivo que, además, sin saber por qué, intentaba tener, siempre que podía, relaciones sexuales sin ningún tipo de prevención. Cuando lo conseguía, era como un triunfo para mí. Ahora veo que lo que buscaba una parte de mí era abrir camino a la vida que cercenaron contigo. El resultado fue que varias de las mujeres con las que estuve recurrieron a una píldora para que, si alguno de tus hermanos aparecía por allí, acabase yéndose por el retrete.
Querido hijo: Cómo nos manejan... Cómo nos engañan... Cómo nos toman el pelo... Han conseguido convertirnos en una especie de ejército de zombies avergonzados de haber acabado con la vida de uno o varios de sus hijos (yo no sé ni siquiera cuántos...). Y la vergüenza lleva al silencio. Y el silencio perpetúa el drama. Somos como los protagonistas del cuento del emperador que iba desnudo por la calle mientras la gente elogiaba su traje, porque nadie se atrevía a decir la verdad (porque si la tele no la cuenta, dudamos de si será verdad o no, de si no seremos los únicos que nos damos cuenta de lo que es obvio para todos, y nos da miedo ser los primeros que gritan que el emperador va desnudo).
Querido hijo: Al cabo del tiempo, tu padre conoció a una mujer maravillosa, con la que se ha casado. Al año y medio de casarnos, nació tu hermano. El primero de mis hijos que he podido estrechar en mis brazos. Cuando me lo entregaron por primera vez para que lo tuviera y lo pudiese ver, me puse a llorar delante de todos. Todo el mundo lo achacó a que yo soy muy sentimental. Tu hermano está hecho ya todo un hombrecito. Corretea por la casa y habla más que su padre y su madre juntos, aunque apenas se le entiende nada. Y su madre y yo nos acabamos de enterar de que vamos a ser padres de nuevo.
Querido hijo: No sé por qué, pero hace algunas semanas me metí en un foro de internet donde escriben personas (sobre todo mujeres) con experiencias parecidas a las de tu padre. Yo leía sus historias y pensaba que, afortunadamente, a mí no me pasaba lo mismo porque yo había hecho todo lo posible por salvarte. ¡Qué equivocado estaba...! De pronto caí en la cuenta de que no pude sentir con tu hermano la misma alegría que sentí contigo cuando tu madre me contó que estaba embarazada de tí. Ni con este otro que viene ahora de camino (bueno, ya está aquí). Y me pregunté por qué. Y me dí cuenta que tuve que enterrar parte de mi alma bajo toneladas de cinismo para creer que tu prematura marcha no me había afectado (porque se supone que no te puede afectar algo que “todo el mundo hace”). Y que llevaba doce años desencantado de la vida, dominado por el pesimismo, con la sensación de que no me merecía ser feliz, ni me merecía tener hijos (cuando me dijeron que esperábamos a tu hermano, el primero, no me lo podía creer: era una sensación extraña, como si eso no debiera estar pasándome a mí), y que no merecía la pena esforzarse por nada, porque nada iba a ir bien nunca. Y recordé que, antes de tu pérdida, yo era un comodón holgazán, pero veía la vida con optimismo y con alegría. Y que, desde que tú no estabas, vivía con una especie de nube negra a cuestas que no me dejaba disfrutar de las cosas y a la que me había acostumbrado como si fuera parte del paisaje.
Querido hijo: Cuando tu hermano nació, no sólo lloré por él. No me daba cuenta, pero también lloraba por ti. Porque tú y yo (y tu madre) nos merecíamos haber sentido la inmensa felicidad de mirarnos a los ojos, tocarnos las manos y estrechar nuestros cuerpos el uno contra el otro. Y no pudo ser. Y, al ver por primera vez a tu hermano no podía creerme que tanta felicidad me estuviera ocurriendo a mí. A mí, que no supe impedir tu marcha.
Querido hijo: En el foro donde leo las experiencias de estas personas que echan tanto de menos a sus hijos y que han abierto los ojos, leí cómo algunas personas fingen que no les afecta porque nunca hablan de ello, aunque sí se les nota porque su personalidad cambia y se vuelven más egoístas, más insensibles , más sarcásticas y más desencantadas con todo (como le pasó a tu padre). Y que algunas, al cabo de muchos años, por fin son capaces de hablar de ello. Y se dan cuenta del por qué de ese sufrimiento interior sin nombre. Y lo confiesan. Y me di cuenta de que era uno de ellos. Porque, aunque he hablado de ti con la madre de tus hermanos (que es muy lista y ha intentado tirarme de la lengua porque me conoce mejor que yo mismo, pero yo no quise nunca entrar en detalles sobre tu corta vida), siempre te ví como un recuerdo lejano, a través de las anteojeras que yo mismo me había puesto.
Querido hijo: Tú no eres un recuerdo lejano. Eres mi hijo. Mi hijo, el que murió hace doce años y al que siempre he tratado como si nunca hubiera existido. Perdóname. Tu abuela dice siempre que no hay mayor pena que perder a un hijo. Y, a veces me he preguntado por qué a mì no me pasaba. Y es que la pantalla que puse sin darme cuenta entre tú y yo para escapar de mi sufrimiento me impedía sentirte como te sentí entonces: como mi hijo. Como una persona que, para mí, era más importante que yo mismo.
Querido hijo: Llevo dos días hablando contigo sin parar; tengo muchas cosas que decirte y, en cuanto me quedo solo, te cuento todo lo que se me viene a la mente. Una vez ví una película sobre la vida de un escritor que sabes que me gusta mucho; este escritor se casa con una admiradora suya. Y la mujer muere al poco tiempo de casarse debido a un cáncer de huesos. Y el escritor, que es muy lúcido, dice la frase más bonita de toda la película: “El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces”. ¡Qué gran verdad, hijo mío! El dolor que sentí, y he sentido, por tu pérdida venía junto con la alegría de saber que existías. Y lo inverso también ha ocurrido: Para olvidarme de ese dolor he necesitado sacrificar en el olvido la Felicidad que conocí contigo. La que se escribe con mayúsculas. Y por eso, cuando me enteré de que mi mujer estaba embarazada de tus hermanos, no fui capaz de sentir la misma alegría. Porque parte de mí estaba amortajada. Porque nos dejamos engañar y acabamos creyendo que el dolor es algo que debe ser evitado como sea. Y es una gran mentira. Porque, para no sentir dolor nos tenemos que anestesiar tanto que luego no podemos sentir alegría, ni felicidad.
Querido hijo: Desde que he empezado a hablar contigo, y a tratarte otra vez como mi hijo, veo a tus hermanos de forma diferente. Y veo el embarazo de tu hermano pequeño de otra forma. Ya no lo veo como si le estuviera pasando a otro. A medida que sale el dolor de tu pérdida, asoma también la luz de la alegría por tus hermanos. Y por ti. Porque he sido un tonto al avergonzarme de tu existencia todos estos años. Porque siempre eras “algo de lo que nadie debe enterarse, porque sería demasiado vergonzoso”. Ahora pienso cuánta gente hay igual de engañada que yo. Y ya no me siento avergonzado, sino orgulloso. Orgulloso de ser tu padre y de haberte engendrado, aunque no fuese el momento considerado como ideal para ello según las reglas que algunos se han inventado. Orgulloso por no haber hecho caso a los que me pedía que no “le pusiese las cosas más difíciles” a tu madre, y haber implorado por tu vida al punto de ponerme de rodillas delante de ella en un parque, a plena luz del día.
Querido hijo: Tu abuelo (mi padre) murió hace algunos años. Un cáncer se lo llevó muy rápido. Tus primos y tu hermano aún no habían nacido. Una de las frases que dijo cuando ya estaba en el hospital ingresado por última vez (y, a ratos, no era consciente de la gravedad de su estado) y de la que todos nos acordamos era que le pedía a Dios que le dejase vivir para verle la cara siquiera a uno de sus nietos. Imagino que ha podido ver la tuya. ¡Menuda sorpresa se habrá llevado el pobre...! Y menuda alegría...(a lo mejor, al conocerte, ha vuelto a decir esa frase que tanto acostumbraba: “¡En esta familia pasan un montón de cosas y a mí nadie me cuenta nunca nada!”. Quizás también están con vosotros algunos de tus hermanos. Los que tu madre entregó a matarifes armados de instrumentos de acero inoxidable y los que yo quizás haya entregado a los efectos de unas píldoras asesinas que nos ofrecen como si fueran las píldoras de la felicidad. ¿Sabes? Soy tan egoísta que quiero que Dios exista y que el cielo exista sólo para saber que estáis todos bien.
Querido hijo: Ya ni siquiera recuerdo exactamente cuándo debiste haber nacido, pero creo que debería haber sido para Noviembre o Diciembre. Haré todo lo posible por que muy pronto tu padre y todas las personas que os echan tanto de menos puedan tener un sitio a donde llevar flores en vuestra memoria. Y quizás grabar vuestro nombre en una gran piedra, o una gran lápida. Y poner una cruz (o lo que cada uno prefiera) en vuestra memoria. Porque ya estamos cansados de fingir que no habéis existido. Porque estamos orgullosos de todos vosotros. Estamos orgullosos de haberos dado la vida. Incluso aunque luego algunos cometieran el inmenso error de colaborar a la hora de que os la quitaran. Recordad que lo hicieron por miedo o por confusión. Ahora daríamos todos la vida por cada uno de vosotros, si tuviésemos la oportunidad.
Querido hijo: Tu padre ahora, cuando camina por la calle, intenta ver los ojos de todas las chicas y todas las mujeres con las que se cruza. Tu padre ahora se da cuenta de que muchas mujeres tienen lo que él llama “los ojos muertos”. Sus miradas parecen las puertas a un abismo insondable, a una sima profunda de dolor. Quizás sea por otras razones, pero yo, ahora que tengo los ojos abiertos, me pregunto cuántas de ellas cometieron el terrible error de creer que “si en la tele dicen que es bueno, tiene que serlo”, o que “si no es ilegal, no es malo”. Porque resulta que todo esto es una gran y terrible mentira, ¿sabes?. Unos pocos hablan en los medios de comunicación como si mataros no hubiese tenido (ni tuviese) la menor importancia (de hecho, hablan como si aquí no se hubiese matado a nadie), mientras la inmensa mayoría de las mujeres que lo han hecho desfilan como autómatas amargados apesadumbradas y doloridas, sin atreverse a gritar en voz bien alta que todo es mentira: que sois nuestros hijos, que no es cierto que el dinero, o una hipoteca, o un trabajo, o una carrera valgan más (no valen nada) a vuestro lado. Y que, al engañarnos para que hagamos lo innombrable, nos estamos arrancando el alma nosotros mismos, como le ha pasado a tu padre durante 12 años.
Querido hijo: De un tiempo a esta parte, aquí y en otros países, hay una minoría que habla de “salir del armario” y no avergonzarse de su forma de vida. Nunca pensé que yo estuviera también metido en uno. ¿Sabes? Somos nosotros los que tenemos que salir del armario y, si se tercia, hablar de vosotros dónde, cómo y con quién haga falta, para demostrar que os queremos. Que no nos avergonzamos de vosotros, sino de nuestros errores (y vosotros, aunque algunos os denominasen así en su momento, no lo sois: fuisteis el mayor acierto de nuestra vida, aunque fuese involuntario y aunque entonces no nos diéramos cuenta). Y “salir del armario” para gritar a los cuatro vientos y descubrir este complot asesino que ha convertido la mayor alegría de la vida de un ser humano en un motivo de dolor y de vergüenza.
Querido hijo: Tengo un libro que se llama “La Biblia”. Todo el mundo lo tiene, y casi nadie lo lee (más o menos lo contrario que el “Marca”, que lo compran muy pocos y lo lee todo el mundo). Yo lo leí con 15 años, por pura curiosidad. Y no entendí casi nada, la verdad. Ahora lo estoy volviendo a leer. Y he leído en algún sitio que Dios os quiere tanto (nos quiere tanto a todos) que, incluso aunque una madre no se compadezca del hijo de sus entrañas, Él nunca se olvida de nosotros. Imagino que tú lo sabrás mejor que yo, que lo tienes más cerca. Pedidle en nuestro nombre que ponga en nuestras mentes las ideas, en nuestros corazones el valor y en nuestras bocas las palabras necesarias para abrirles los ojos a los que, por comodidad o por ignorancia, los tienen todavía cerrados. Y a recordarles, aunque no les guste al principio, que sí estuvisteis aquí con nosotros, aunque fuese por poco tiempo. Porque os querremos siempre. Porque siempre os hemos querido, aunque os hayamos negado a veces, como hizo Pedro con Jesús.
Querido hijo: Ahora estás con El que te creó a Su imagen y semejanza. Con el que formó tus entrañas; con El que te hizo en el vientre de tu madre; con El que te hizo en secreto, El que te entretejió en lo más profundo de la tierra. El que vio tu sustancia y que ya tenía diseñadas todas tus partes incluso antes de que se formasen.
Querido hijo: ¿Sabes lo que dice también este libro de vosotros? Que sois un regalo de Dios. Que sois Su recompensa, (y no su castigo, como dice algún político muy conocido que ha ganado unas elecciones hace poco en los Estados Unidos). Que sois como saetas en manos de un guerrero valiente. Y que el hombre que llena de estas saetas su aljaba, nunca será avergonzado por sus enemigos. ¡Qué vacía quedó mi aljaba sin ti! ¡Y cómo me avergonzaba por ello!. También dice que no cae un pajarillo de un árbol siquiera sin que Dios lo sepa. Y le pregunto por qué permite que caigáis vosotros. Y me responde que habéis dado vuestra vida para que otros abramos los ojos y se los abramos a los demás. Y que tenemos la obligación de hacer que vuestra muerte no sea en vano, sino que se salven cien vidas por cada uno de vosotros, o más si hace falta.
Querida saeta: Este 28 de Diciembre te recordaré como te mereces. Como un hijo que aunque vivió muy poco a nuestro lado, fue amado, querido y deseado tanto como cualquier otro. Como un hijo que mereció que se luchase por él. Como un hijo al que se le echa de menos cada día (tu madre también, y tú lo sabes). Como un hijo del que me siento orgulloso y que será conocido y querido por sus hermanos, y por el resto de su familia.
Querido hijo: El Señor te nos dio. Y El Señor se te llevó. Bendito sea por siempre Su nombre.
Un beso muy fuerte.
Tu padre
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