martes, 9 de marzo de 2010

Ay, qué pena me doy

Una de las cosas peores que nos pueden pasar en la vida es caer en la espiral de la autocompasión. Madurar consiste en hacerse cargo de tus actos y sus consecuencias. También en aceptar que no siempre tenemos la sartén por el mango. En la vida hay que estar dispuesto a ceder y muchas veces a aguantarse, cuando ves que no te vas a salir con la tuya. Lo tomas o lo dejas. Pero no; ahora todos tenemos derecho a quejarnos: los jóvenes porque no tienen oportunidades, los mayores porque no les tienen en cuenta, las madres porque no dan abasto, los padres porque no pintan nada, los hijos porque no les comprenden... Lo más fácil que hay es sentirse agraviado y buscar un culpable; en lugar de pensar hasta qué punto nos hemos buscado lo que nos sucede; o, simplemente, si no hemos tenido opción y tampoco existe realmente nadie a quien culpar.

Pero donde el tema se está ya desquiciando es en las relaciones de pareja. Resulta que hoy en día ser mujer te coloca automáticamente en el papel de víctima, junto a todas tus antepasadas. Pero a mi vida no le pasa nada malo, ni tampoco a la de mi madre o mis abuelas. Hemos vivido la vida que deseábamos. Tal vez antes no se podía elegir como ahora, pero cada cual se adaptaba a sus circunstancias y procuraba ser feliz. Las mujeres siempre hemos sabido como incluir en nuestras familias y en la sociedad, de un modo más sutil pero muy efectivo. La mayoría de las mujeres nunca hemos sido nunca tontas ni maltratadas; no en este país, por lo menos. Me parece vergonzoso pasarse el día quejándose, mientras otras mujeres en el resto del mundo darían lo que fuera por tener la posición y el respeto del que disfrutamos nosotras desde hace siglos, en buena medida gracias al cristianismo que proclama la igualdad entre todas las personas.