Hay muchas maneras de referirse a Jesucristo: el Mesías, el Salvador, el hijo del hombre; pero a mí me gusta especialmente la que le denomina el cordero de Dios. En los ritos judíos se ofrecían muchos sacrificios a Dios, y el principal era el del cordero, rememorando la huída de Egipto. Todavía hoy judíos y musulmanes sacrifican corderos. Jesús suprimió esa costumbre, afortunadamente. Jesucristo es el cordero del sacrificio, la víctima inocente entregada para la expiación de nuestros pecados. Jesús nunca fue un príncipe rebosante de poder, tampoco era el más fuerte o el más sabio entre los hombres. Fue un simple carpintero que, sin embargo, por la pureza de su alma, al ser el hijo de Dios, llegó más lejos que nadie lo hará nunca. Curó a los enfermos, perdonó los pecados y, finalmente, se entregó a la muerte para otorgarnos vida eterna.
El cordero, animal inofensivo e inocente, simboliza la naturaleza de Jesús: un hombre que nunca hizo mal a nadie, sino todo lo contrario. Precisamente por ello, por envidias y miedos, fue perseguido, calumniado y finalmente torturado hasta la muerte; como muchos cristianos lo han sido después que Él. Por eso, cuando decimos en la misa: cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, danos la paz; nos estamos encomendando, no al Dios todopoderoso, vencedor de todos, sino a la criatura indefensa, símbolo del amor universal, al que purifica nuestros corazones; cuya fortaleza está en su debilidad y cuyo poder está en su insignificancia.