La democracia requiere imponer algunos implacables límites a la libertad. La libertad individual acaba allí donde resulta amenazada la libertad y los derechos del otro. Un gigantesco logro de la sociedad noroccidental es haber conseguido consensuar y redactar una Declaración Universal de los Derechos Humanos, que recoge el mejor sentir ético de toda una civilización. Los países que se han adherido a ella, como España, han trasladado esos principios a sus Cartas Magnas, como es el caso de la Constitución Española de 1978 (todavía vigente, por si alguno no lo recuerda). Estos son los marcos normativos irrenunciables que deben presidir la convivencia social y la actividad política.
Trasladado todo esto a la interculturalidad, debemos afirmar que también ésta tiene límites, pues no toda costumbre o práctica puede ser aceptada y consentida, por muy propia que sea o muy arraigada que esté en determinados grupos culturales. Por desgracia, siempre aparecen posturas extremistas, en casi todos los asuntos humanos, que sacan de quicio las cosas desde planteamientos ideológicos irracionales. Hay quien se empeña, por ejemplo, en negar todo derecho al inmigrante en igualdad con los de la sociedad receptora. Y en el otro extremo, hay quien justifica toda costumbre cultural, por muy cruel o indeseable que sea, hasta ablaciones y lapidaciones.
Pues miren, no, ni lo uno, ni lo otro. La interculturalidad también tiene sus “tolerancias cero”, sus límites y sus exigencias, que obligan tanto a la sociedad receptora o mayoritaria, como a las personas y grupos culturalmente diversos que desean vivir en un país democrático. El respeto no es unidireccional, sino bidireccional y recíproco. Todos, sin excepción, sean nativos o extranjeros, mayorías o minorías, deben cumplir las reglas de conducta y convivencia que se derivan de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la Constitución. Una sociedad intercultural no exige a nadie que renuncie a su forma de pensar, pero sí que se ajuste en su forma de actuar.
Bienvenidos sean, por tanto, todos aquellos que deseen compartir con nosotros nuestra tierra, nuestros fines, nuestras ilusiones, nuestros problemas y nuestro trabajo y respeten nuestros principios éticos, que siglos de historia y mucho esfuerzo y sangre nos han costado construir. Nuestra sociedad está llena de defectos, como todas, y también incumplimos demasiadas veces los Derechos Humanos de los que tanto hablamos, pero estos siguen siendo el ideal colectivo de humanidad al que queremos llegar y el contexto normativo en el que debemos movernos. Todos aquellos que no quieran respetar estos límites, ya saben dónde tienen la puerta.
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