Tienen los jóvenes la costumbre de creer que nadie lo ha sido antes. También me pasa a mí cuando voy a misa entre semana y veo a esos señores mayores, bajitos y débiles, y me cuesta creer que hayan sido jóvenes con diez centímetros más, pelo lustroso y musculatura. Sin embargo, es cierto, como que yo también he sido joven hace no mucho tiempo. Por eso decían mis padres: no olvides que yo también he sido cocinero antes que fraile. Es decir, que todos hemos pasado por la edad de la inconsciencia, la rebeldía y los grandes sueños. O al menos, así debería ser, porque los jóvenes actuales no parecen tener muchos horizontes más allá del calimocho. Ya sé que hay honrosas excepciones, pero la verdad es que yo no los veo sacrificando su tiempo al estudio como Ortega y Gasset, por ejemplo.
Se supone que la renovación de las ideas y la ciencia debería estar en manos de las nuevas generaciones. Me temo que no va a ser así, mientras le presten más atención a las videoconsolas que a la realidad. Espero que estemos a tiempo todavía de recuperar ese entusiasmo juvenil, aunque sólo sea para formar nuevas familias que aseguren el relevo generacional. Mientras tanto, habrá que intentar explicarles que los mayores sabemos de lo que hablamos, que todos hemos sido jóvenes y hemos querido cambiar el mundo; pero luego hemos madurado y comprendido que es mejor mantener que destruir; renovar desde dentro con serenidad y sentido común. Y sobretodo, que no puede renegar de su responsabilidad con la sociedad futura, porque algún día estará en sus manos, les guste o no.