“Un homosexual no puede ser primer ministro de una futura nación musulmana como Bélgica”
“Parece como si nos complaciéramos en afirmar nuestra libertad sometiéndola a la prueba de fuego de la convivencia con la intolerancia.”.
LA RAZON/JOSE MARIA MARCO.- El político belga Elio Di Rupo, socialista, ganador de las últimas elecciones y encargado en estos meses de las negociaciones para formar un nuevo gobierno, recibió hace unos días una carta de amenaza por su condición de homosexual. El texto empieza con la invocación del nombre de Alá y especifica que «un homosexual no puede convertirse en primer ministro de una futura nación musulmana como Bélgica».
La principal novedad de la amenaza reside en esto último. Aunque en España, por razones históricas y geográficas, estemos más acostumbrados a este tipo de profecías, hasta ahora no ha sido común que se afirme con tanta claridad la identidad musulmana de un país europeo.
El problema reside, claro está, en la deriva fanática de una parte del islam, que no parece que se vaya a acabar pronto. También reside, como plantea la carta de amenaza, en una situación propia de las sociedades liberales en las que vivimos en Europa. Aquí los fanáticos y los intolerantes pueden vivir, dar a conocer sus opiniones e incluso medrar con su difusión. El paso a la amenaza y al acto violento, se dirá, es muy otra cosa, y así es, efectivamente.
Mientras no se traspase esa línea, todo está permitido. La palabra «prohibir», de hecho, levanta toda clase de resquemores. Un slogan absurdo, como «prohibido prohibir», sigue resultando atractivo. Parece como si nos complaciéramos en afirmar nuestra libertad sometiéndola a la prueba de fuego de la convivencia con la intolerancia. De ahí que esos mismos intolerantes son aceptados, mientras no cometan ningún acto delictivo, en virtud de esa misma tolerancia que quieren destruir.
¿Es esto una obligación derivada de las reglas de la tradición y la cultura liberal, o es, a su vez, una deriva o una perversión de esas mismas reglas? ¿Acaso no requiere la libertad –en este caso la libertad de Di Rupo, y por extensión la de todos los belgas– la afirmación de algo más que la pura formalidad de la ley?
A la futura unanimidad que plantea, como un desafío, la carta de amenaza, ¿no podemos oponer nada más que la constatación de que estamos en la obligación de tolerar a los fanáticos?
M. Vidal Santos Dom, 15/08/2010 - 08:30h LA RAZON/JOSE MARIA MARCO.- El político belga Elio Di Rupo, socialista, ganador de las últimas elecciones y encargado en estos meses de las negociaciones para formar un nuevo gobierno, recibió hace unos días una carta de amenaza por su condición de homosexual. El texto empieza con la invocación del nombre de Alá y especifica que «un homosexual no puede convertirse en primer ministro de una futura nación musulmana como Bélgica».
La principal novedad de la amenaza reside en esto último. Aunque en España, por razones históricas y geográficas, estemos más acostumbrados a este tipo de profecías, hasta ahora no ha sido común que se afirme con tanta claridad la identidad musulmana de un país europeo.
El problema reside, claro está, en la deriva fanática de una parte del islam, que no parece que se vaya a acabar pronto. También reside, como plantea la carta de amenaza, en una situación propia de las sociedades liberales en las que vivimos en Europa. Aquí los fanáticos y los intolerantes pueden vivir, dar a conocer sus opiniones e incluso medrar con su difusión. El paso a la amenaza y al acto violento, se dirá, es muy otra cosa, y así es, efectivamente.
Mientras no se traspase esa línea, todo está permitido. La palabra «prohibir», de hecho, levanta toda clase de resquemores. Un slogan absurdo, como «prohibido prohibir», sigue resultando atractivo. Parece como si nos complaciéramos en afirmar nuestra libertad sometiéndola a la prueba de fuego de la convivencia con la intolerancia. De ahí que esos mismos intolerantes son aceptados, mientras no cometan ningún acto delictivo, en virtud de esa misma tolerancia que quieren destruir.
¿Es esto una obligación derivada de las reglas de la tradición y la cultura liberal, o es, a su vez, una deriva o una perversión de esas mismas reglas? ¿Acaso no requiere la libertad –en este caso la libertad de Di Rupo, y por extensión la de todos los belgas– la afirmación de algo más que la pura formalidad de la ley?
A la futura unanimidad que plantea, como un desafío, la carta de amenaza, ¿no podemos oponer nada más que la constatación de que estamos en la obligación de tolerar a los fanáticos?