"Estamos en una cultura –ya no sé si llamarla contracultura– muy cruel con los ancianos, por mucho que el neolenguaje creado por los gobernantes huya de la palabra “vejez” para cambiarla por “tercera edad” y del término “viejo” para sustituirlo por “persona mayor”. Todos sabemos que en una sociedad como la nuestra, en la cual el valor de las personas está en función de su eficacia productiva, aquellos individuos cuyo vigor ya entra en la fase de declive interesan muy poco. Se les considera una carga social inútil y más bien molesta. Por mucho que se esconda tras otros argumentos, la eutanasia, próximo paso en el avance de la cultura de la muerte, está relacionada de forma muy estrecha con esta desgraciada concepción de la vejez.Que nadie se engañe con las medidas del gobierno respecto a la prolongación de la edad de jubilación. El argumento oficial es que ha aumentado la esperanza de vida saludable, lo cual es cierto, y que hoy en día una persona de 65 años todavía suele estar en plenas facultades para el trabajo. Muy bonito, pero no creo que a nadie se le escape que tal medida, además de taponar la imprescindible entrada de los jóvenes en el mundo laboral, necesaria para abrirse paso en la vida adulta e independiente, no es más que una forma “in extremis” de reducir el gasto social de un Estado arruinado, gobernado por personajes ineptos para generar riqueza, paliar los efectos de la crisis económica y sostener el sistema de pensiones de jubilación.
Un sucinto repaso a los datos demográficos oficiales del INE, nos indica que nuestra pirámide poblacional está insosteniblemente invertida y envejecida. Es una realidad que la proporción de ancianos aumenta, lo cual no es ningún problema, ni mucho menos. El verdadero y gravísimo problema está en que no nacen suficientes niños para equilibrar la balanza. Nuestros mayores merecen todo nuestro respeto, nuestra gratitud y nuestra admiración. Su lugar y función en la familia y en la sociedad es imprescindible. Es una aberración y una insensata pérdida que sean con tanta frecuencia relegados a segundos o terceros planos, aparcados en residencias y abandonados a la soledad. Algo tan moralmente indigno es, además, una lastimosa pérdida social.
Hemos avanzado técnicamente de forma vertiginosa, pero al parecer, no mucho en humanidad. Las sociedades primitivas sabían reconocer el valor de sus mayores mucho mejor que las modernas y posmodernas. La veteranía era un grado. La sabiduría que otorga la experiencia de una larga vida era considerada de tal valor, que los ancianos, cuando no eran los dirigentes directos de los pueblos, eran al menos respetados consejeros. El término “senado” viene de una raíz latina que significa “anciano”. Lo mismo que la palabra “presbítero”, esta vez de origen griego, usada por la Iglesia para designar a los ministros con “segundo grado” de participación en el orden sacerdotal, por encima de los diáconos y por debajo de los obispos.
A los ancianos se les asignaba también un papel esencial en la educación de los jóvenes. Los primeros esbozos de la “escuela” fueron los grupos de niños y adolescentes que se reunían en torno a los venerables ancianos de los primitivos clanes para recibir de ellos todo tipo de enseñanzas, la sabiduría acumulada por su pueblo. La curiosidad infantil y el inquieto ardor juvenil se combinaban a la perfección con la serena autoridad de los más viejos, para producir un hecho educativo de altísimo valor para todos. Hoy en día, toda esta riqueza casi se ha perdido por completo. Los abuelos son “utilizados” como meros canguros mientras se valen para ello y, cuando les fallan sus facultades, son apartados de en medio sin contemplaciones (...)".
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José Sáez