Veintiun años y todavía no me he hecho a la idea de que, de vez en cuando, mi marido tenga que viajar. Desaparece de mi vida durante dos o tres días. Veo sus papeles a mi alrededor, lavo su ropa, ordeno sus cosas. Me acuesto sola en una gran cama. Eso es lo que llevo peor; así que espero a tener mucho sueño, para no pensar. Me pregunto cómo hacía antes de conocerle. Es diferente. Quiero mucho a mis padres, pero sé que tienen su propia vida. Adoro a mis hijos, pero sé que algún día se irán. Mi marido es el compañero de mi vida. Suena antiguo, suena cursi, pero es así. Qué le voy a hacer. Me horroriza pensar que algún día tendremos que separarnos y uno de los dos seguirá su camino solo. Espero no ser yo. Miro las fotografías y, a veces, pienso que yo nací el día que le conocí. Entonces empecé realmente a vivir.
Me mata la idea de que pueda dejar de quererme o querer a otra; aunque sé que a todo se sobrevive, porque no te queda otro remedio. Quiero tenerle cerca, coger su mano. No necesito más que saber que está ahí conmigo. Quiero envejecer a su lado. Ver crecer a nuestros hijos y nietos. Ver amanecer y ponerse el sol. Le necesito junto a mí en los días de lluvia y frío, en los de bochorno estival; y también en aquellos que parecen haber sido creados para disfrutar. Me gustaría que todo el mundo sintiera algo así al menos una vez en la vida. Me da mucha pena oir y leer tantos testimonios de gente que cree que el amor es algo temporal, que dura lo que dura y deja un recuerdo. El amor es mucho más que eso. El amor es la comunión con la Divinidad.