“Creced y multiplicaos” dice el Señor a la pareja humana, como nos recuerda el Libro Sagrado. Llenos de ilusión los jóvenes sueñan con su nido de amor que un día contará con la alegre y cantarina risa de un niño. Llena de preocupación la joven madre vela junto a la cuna el intranquilo sueño de su niño enfermo. Sumidos en la angustia unos padres lloran inconsolables la inesperada pérdida de su amado hijo. Todas estas verdades son realidades de la vida del hombre que nos obligan a pensar y a preguntarnos el por qué de otra no menos real y terrible verdad: hoy, en este mismo instante, en el silencio de los quirófanos de clínicas y hospitales, testigos mudos pero elocuentes de los esfuerzos por prolongar la vida, se procede a la aniquilación -legalizada- ejercida con gran profesionalidad, de cientos, de miles quizá, de seres humanos que no llegarán a nacer.
Miles de personas se preguntan hoy en medio de una perplejidad sin respuesta: ¿por qué otros hombres y mujeres como ellos han adquirido esa destreza para destruir, ciegamente, las vidas de millones de niños que no gozarán de las luces, de los tesoros de alegría, de las promesas -siempre en tensión con los temores y las penas- que la vida contiene, esa vida que, a pesar de tantos pesares, amamos todos los vivos…?
Es muy difícil llegar a una estadística correcta del número de abortos que se producen cada año en el mundo.
Ya en la década del 70 se contaban por millones; en el año 1970 se contabilizaron, según datos de la Organización Mundial de la Salud, 50 millones de abortos. Hoy, sólo en EE.UU, uno de cada tres bebés concebido es asesinado por aborto, lo cual hace un total de 1 500 000 bebés muertos por año.
En Cuba, según estadísticas, en 1968 el número de abortos era de 28.500, en 1975 alcanzó la cifra de 126.100, y en 1990, según datos aportados por el periódico Tribuna de La Habana, la cifra es de 147.530. En la ciudad de Pinar del Río en los últimos cinco años, solo en el Hospital Ginecobstétrico, se han realizado 21.964 interrupciones del embarazo. Con preocupación se constata que actualmente el 13 % de la población de Cuba es anciana. “El mundo envejece y las cunas se vacían”, comentaba alarmada la prensa internacional hace unos días.
Resulta extraño asistir, por una parte, al espectáculo de las campañas orquestadas para protestar contra la pena de muerte y la guerra y, por otra, escuchar las mismas voces que claman por la legalización del aborto.
La mayor parte de las legislaciones hoy vigentes en vez de perseguir el hecho y penalizarlo drásticamente, considerándolo como delito contra la vida de un inocente, abren la mano a su práctica aduciendo razones de múltiple índole.
En unos casos serán técnicos y hombres de negocio porque, según ellos, el despliegue demográfico actual constituye “una onda humana devastadora” que debe ser detenida si se quiere evitar el hambre, la guerra, la miseria universal.
En otros casos porque lo exige la democracia y el pluralismo ideológico; o porque hay que evitar el sufrimiento que acarrean los hijos con mal formaciones genéticas; o porque lo engendrado es humano sólo en la medida que los padres y la comunidad lo acepten; o porque el amor debe ser libre y sin consecuencias de embarazo; o porque lo exige la emancipación humana a favor del progreso; o porque el feto no tiene alma ni personalidad; o porque la mujer es dueña de su cuerpo; o porque el feto es un simple coágulo o una masa informe de células; o porque estadísticas manipuladas obligan a ello.
Razones que no valen a la luz del Evangelio ni de la recta razón. Son sólo presiones y falsas propagandas que el hombre o el Estado emplean para justificar actitudes que no tienen justificación.
Algunos médicos se encargan de culminar el aborto de distintas maneras: bien extrayendo el feto pedazo a pedazo con un instrumento apropiado en forma de cuchara; bien succionando el feto mediante un tubo de plástico conectado a un potente aspirador, de manera que sale troceado; bien abriendo quirúrgicamente el abdomen de la mujer y sacando el feto que, como todavía está vivo, se deja morir ahogado en un recipiente con agua; bien quemando vivo al feto con una solución salina, introducida mediante una aguja en el líquido amniótico, el parto del feto muerto se produce al día siguiente.
El niño no nacido sufre. Cuando el aborto es producido por una inyección salina, lucha durante una hora antes de morir; si lo sacan mediante fórceps sólo morirá cuando el cirujano desgarre su cabeza o rompa su abdomen; si usan el succionador, la criatura huirá de un lugar a otro del seno materno evitando el instrumento asesino.
En el silencio aséptico de una clínica o de un hospital la embarazada que aborta no hace ostentación pública de un crimen. La muerte del inocente pasa tan inadvertida como el tráfico de fetos humanos abortados, los cuales en muchos países del mundo, son vendidos para ser utilizados en la industria cosmética.(...)
Carta del Obispo desde Pinar del Río (Cuba), que fuera todavía en 1998, en el 50 aniversario de su Ordenación como sacerdote, Monseñor José Siro González Bacallao.
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