De toda la vida en mi casa me enseñaron aquello tan anticuado de: lo que se pone en el plato, se come. Ahora en mi casa me resisto a tirar nada a la basura. La comida que sobra, si está en buen estado, la tomamos en una cena. Tenemos un sitio para guardar los plásticos, los cristales, las pilas, el papel y lo demás; y todo lo reciclamos. Cuando se acumulan cosas que ya no necesitamos, como los juguetes, buscamos alguna ong donde entregarlos. La ropa la llevamos a la parroquia, pero no lo utilizamos como excusa para tirar lo que no está de moda y reponer todo el vestuario, como hacen algunos. Tengo todavía cosas de hace veinte años que no se han estropeado demasiado. Sólo tiramos a la basura lo imprescindible.
Sin embargo, la mayoría de la gente no tiene esa clase de problemas de conciencia. Junto al contenedor de basura se pueden encontrar, por ejemplo, cochecitos de bebé en buen estado, por no tomarse el trabajo de venderlo y buscar a alguien que lo necesite. Luego dirán que están mal de dinero, pero hay que ver cómo tira la gente los muebles en cuanto se cansan de ellos. Cuando salieron las teles de pantalla plana, la basura estaba llena de las convencionales. Sin embargo, en casa no compramos una televisión hasta que no se rompió la anterior, que tenía ya veinte años y era bastante pequeña. Todavía llamamos al servicio técnico, aún sabiendo que por poco más podríamos comprar algo nuevo. Las cosas que se tiran a la basura no desaparecen, sólo dejamos de verlas.