Ya se sabe que los programas de más audiencia se dedican a explotar los bajos instintos, desde Gran Hermano con la agresividad y la atracción sexual, a los de canto y baile que se ceban en la competividad feroz. Pero, como siempre se puede ir más lejos en el mundo del espectáculo, ahora tenemos el formato de humillación en directo. Resulta inmoral admitir a concurso a una serie de personas que, no sólo no tienen ningún talento, sino que además están mal de la cabeza. Viejos chochos, chicos solitarios y demás gente con afán de notoriedad alimentan estos programas, sólo para ser el objeto de las burlas del público y los comentarios sarcásticos del jurado. Desde luego, hace falta ser mala persona para prestarse a ese juego, por mucho que les paguen. Aunque los concursantes sean voluntarios, no es excusa para hacerles daño.
Sin embargo, tanta o más culpa que las productoras de televisión, la tiene el público que acude y los telespectadores. Hay que ser duro de corazón y estar sediento de emociones fuertes para estar allí riéndose de una pobre gente cuyo único pecado es la ingenuidad de pensar que realmente existe alguien tan altruísta para darles una oportunidad. Ya sé que, muy de vez en cuando, esos programas acaban descubriendo un talento oculto como Susan Boyle y lo sacan a la luz. Pero esa no es realmente su finalidad, sino un mero accidente que les ayuda a dar buena imagen. El objetivo del programa son esos pobres que nunca debieron subir a un escenario, cuya vida va a quedar marcada para siempre, después de que miles de personas en medio mundo les hayan visto hacer el ridículo en su actuación. Ante cosas así, no puedo evitar pensar que estamos en plena decadencia moral.