Me da pena ser cómo mucha gente pasa la vida perseguiendo unos objetivos: casas, coches, viajes, ropa nueva y otros caprichos. No se dan cuenta de que el trayecto es más valioso que el destino. Cada minuto que pasamos con nuestros seres queridos es un momento único e irrepetible, y eso es lo que hace que la vida valga la pena. Lo demás son maneras de pasar el tiempo; necesidades que tenemos que cubrir: alimento, abrigo, seguridad... Pero nada de eso importa si no tenemos con quién compartirlo. Hay gente que se les pasa la vida acumulando amigos, experiencias excitantes y sensaciones, pero, al cabo del tiempo, esos recuerdos se van borrando y no queda mucho más. El amor de nuestra familia no pasa nunca, incluso aunque ya no estén o se encuentren lejos, porque forman parte de tí para siempre. Y tener un compañero con quien compartir todo ese amor, es lo mejor que te puede pasar.
El recorrido de la vida no es fácil, pero por eso mismo vale la pena. Cada recodo trae una incertidumbre, abruptas montañas y valles profundos, tiempos apacibles, tormentas y calma; frío que te atenaza el alma y calor agobiante; pasión, soledad, tristeza y alegría, dolor y esperanza. Todo ello te va cambiando y produce una sensación de euforia y miedo a la vez. Pero, si cuentas con una familia, padres, hijos y alguien que siempre camina a tu lado, acabas disfrutando del viaje incluso con sus caídas, sus dudas y sus recuerdos. Porque el amor es el verdadero objetivo de la vida, y la vida es lo único importante que tenemos que cuidar; por eso continuamos adelante cada día, por poder seguir amando un día más. Hasta que llega el momento en que descubrimos que el amor lo engloba todo en el universo y entonces el límite entre la vida y la muerte se confunde, porque el amor no muere nunca y la vida no tiene fin.