Se pasa uno la vida pensando que todos los días son iguales. A las mismas horas haces las mismas cosas y a veces te toca esperar a que llegue la hora de la comida, la salida de los colegios o la apertura de las tiendas. Sin embargo, sabes que, en cualquier momento, una llamada telefónica puede cambiarlo todo, arrasar con tu rutina creando una nueva; y que, de pronto, te encuentres deseando tener tiempo libre, repetir los mismos ritos de siempre o incluso estar aburrido. Bendita rutina que nos da tranquilidad, incluso cuando estamos estresados.
Cuando todo va bien, yo me preocupo. Sé que no debería, pero tengo la impresión de que es demasiado bueno para durar. Tengo miedo de la felicidad, a pesar de que es mi estado natural habitualmente. Siento como si no tuviera derecho a ser feliz mientras tantos lo pasan mal. Sin embargo, sé que eso no tiene sentido, ya que el estado de satisfacción se lo trabaja cada uno independientemente de sus circunstancias. Es decir, que tal vez muchos en mi lugar se sentirían frustrados, aunque para mí esta vida sea la ideal.
Por eso, cuando mi rutina se desbarata, me siento perdida como un niño en una playa inmensa, y sólo deseo volver a mis costumbres de siempre, recuperar esa rutina que a veces me harta, y, sin embargo, cuando me falta, me quita el sueño y el hambre y me deja sin fuerzas. Quiero volver a mis días iguales, mis obligaciones tediosas y mis momentos especiales, conseguidos tras larga espera. La rutina hace que cada novedad sepa a gloria, pero demasiadas novedades arruinan el efecto.