Cuando era pequeña, veraneaba en Galicia. El Océano Atlántico es un mar serio, no como el Mediterráneo, aunque ninguno sea de fiar. Las olas a menudo eran más grandes que yo y, cuando me iban a romper encima, no me quedaba más remedio que atravesarlas de frente buceando. De otro modo, me hubieran arrastrado hasta la orilla. De mis veranos gallegos aprendí también a caminar por las rocas como un mariscador y a coger cangrejos grandes con la mano. Es lo que tenemos los castellanos: que nos adaptamos a todo. Ahora ya no me baño cuando hay olas grandes. Prefiero reservar mi energía, pero eso no significa que no recuerde bien cómo se hace.
La sensación de atravesar las olas aprovechando la fuerza del mar en tu favor produce mucha adrenalina. Te sientes poderoso, a pesar del peligro. Parece ser que alguno se ha partido el cuello con ese juego. Todavía hoy me siento tentada de hacerlo. Creo que escribir en internet me produce una sensación parecida. Intento flotar en la marea sin dejarme llevar por la corriente; pero, de vez en cuando, aparece una ola que me va a romper encima arrasando con todo lo que creo y lo que soy. Entonces la jovencita de la playa resurge y, en lugar de darle la espalda a la ola, la miro de frente y la atravieso; porque sé que murallas más altas han caído y que la fuerza de la vida puede con todo.