Cuando llegan estas fechas todos los años, yo me alegro sólamente de librarme de las prisas de los horarios del colegio. Por lo demás, yo no estoy hecha para el calor. Me baja la tensión, me mareo, me duelen las piernas y la espalda al menor esfuerzo. Me paso todo el tiempo que puedo en el sofá con las piernas en alto, viendo lo que pongan en televisión, pero eso es muy aburrido. Luego me toca ocuparme de la casa con más gente para comer y más trabajo.
Si mando a las niñas de campamento, estoy preocupada hasta que vuelven. Si se quedan en casa, se pasan el día preguntándome qué pueden hacer y me agobian. Están acostumbrados a estar siempre haciendo algo y se ponen nerviosos. Si salen con los amigos, tampoco estoy tranquila porque en esta época se relajan las costumbres y hay mucho desmadre. Por otra parte, yo no puedo salir libremente de compras por la mañana, porque estoy pendiente de sus necesidades.
Sólamente cogemos una quincena de vacaciones para ir a la playa. En el apartamento me toca cocinar, limpiar y fregar los platos; así que acabo haciendo más que en mi propia casa, y más incómodo. Después necesito unas vacaciones para descansar de las vacaciones. Tengo poca energía y sólo con bañarme en el mar, apenas me quedan fuerzas para el resto del día. Siempre me ha ocurrido esto desde pequeña, pero antes no tenía que llevar una casa. Para mí, las verdaderas vacaciones serían irme a un hotel.
Aún así, me gusta ir a la costa esos días, porque pienso que dentro de poco ya no haremos planes juntos con nuestros hijos. Así que intento pasarlo bien, aunque para mí sea más un sacrificio que un relax. Con suerte conseguimos coger otra semana de vacaciones durante el verano, pero la pasamos tranquilamente en casa, aunque muchas veces, por la falta de costumbre, acabemos todos discutiendo. Así hasta que cambia el tiempo y recibo el otoño con los brazos abiertos.