Últimamente hay algo que me llama mucho la atención: ver padres y madres dialogando con sus hijos pequeños de igual a igual. Está bien ser razonable y comprensivo con los niños, pero resulta un poco ridículo intentar mantener una conversación coherente con un niño de cuatro o cinco años. Las consecuencias son varias. Primero que el niño se vuelve del tipo repipi cargante, ya que llega a la conclusión de que sus opiniones son infalibles. Segundo que los padres pierden su autoridad moral al permitir que cuestionen su experiencia vital. Tercero, que el niño se crece y por supuesto deja de admitir ningún tipo de sugerencias, de modo que se transforma en un pequeño tirano. El problema es que, lo que resulta gracioso y simpático en un pequeñín, no tiene ninguna gracia cuando la criatura llega a la adolescencia.
Curiosamente, todo ese respeto y comprensión que derrochan los padres hacia su hijo, no sirve en absoluto de buen ejemplo. El niño les toma la medida y sabe bien hasta dónde puede llegar. Así no es extraño oír de boca de esos monstruillos expresiones como: mamá, eres tonta, no tienes ni idea de nada o déjame en paz; acompañados del clásico: no quiero.
Yo me muerdo la lengua por resistir la tentación de echar dos buenas broncas, una al niño y otra a la madre por irresponsable. No se puede dar a entender a los hijos que son los amos del universo y los demás están allí para servirles. No se debe permitir jamás a un hijo que te falte al respeto, menos en público o te pegue (que los hay), o pronto la excepción se convertirá en la norma sin remedio. Cada cual debe interpretar su papel.