El otro día me ocurrió una cosa graciosa. Fui a la tienda de arreglos de ropa a recoger un pantalón de mi hijo y le dije a la dueña: vengo a por el pantalón del chico. Ella se echó a reir porque el pantalón es una talla 40 de caballeros, y me dijo: yo también sigo pensando que es mi niño y tiene ya 35 años. Parece que fue ayer cuando lo acunaba y me cabía en el hueco del brazo entre el codo y la muñeca. Después llegaron mis dos niñas. Ahora somos tres mujeres y dos hombres en casa, tan altos, tan fuertes, tan capaces como nosotros de tener sus propios hijos (cosa que espero que tarde mucho).
No me explico cómo puede alguien pensar que tiene el derecho de acabar con un ser humano sólo porque no se ve y es incapaz de defenderse. Esos fetos, esos bebés, son ahora estos chicos, parecidos a nosotros y sin embargo completamente diferentes entre sí; con toda su capacidad intacta para hacer de sus vidas lo que quieran y llegar tan lejos como puedan. Apenas han pasado dieciocho años desde el día que comprobé que estaba embarazada. La chica de ayer me está recordando mucho esa época. Siguió un embarazo terrible porque me pasé tres meses vomitando. Sin embargo, estaba tan ilusionada que lo soportaba con alegría.
Con mis hijas ya no me fue tan mal, aunque creo que no estoy hecha para estar embarazada porque tuve de todo: acidez, calambres, varices, ciática... Sin embargo, no se me quitaban las ganas de tener más. Después de cada parto, aunque fueron largos y complicados, se me olvidaba todo al ver la cara de mis niños. No hay nada en la vida que te pueda otorgar mayor felicidad que asistir a la llegada de un nuevo ser al mundo. Ser madre es lo mejor que he hecho nunca. Aunque no dejara más huellas, porque no trabajo, no me relaciono mucho y no he aportado nada más, todo tendría sentido al ver a mis hijos crecer y convertirse en personas adultas e independientes. Sólo hay algo igual de valioso: ser padre, o hijo.