Cerca de mi casa hay un supermercado, en cuya puerta siempre se encuentra un africano negro, aunque no siempre es el mismo. Están muchas horas de pie vendiendo La Farola. El otro día salía de la tienda un señor trajeado delante mío y, al pasar junto al otro, le dió un euro y le dijo: "suerte". Reconozco que me emocioné al oirlo. No me esperaba un gesto tan amable y desinteresado. Será porque estoy ya muy quemada y no espero nada bueno de casi nadie. Tampoco se me hubiera ocurrido decirselo yo, porque me temo que la única suerte que le espera ya es que no lo localicen y lo detengan.
A lo más que puede aspirar en estas circunstancias es a seguir viviendo en un piso patera, comiendo en comedores sociales y trabajando para una organización cristiana que, aunque fue cuestionada en su día, de hecho sigue ayudando a cientos de personas. El periódico es muy interesante, así que os recomiendo que lo leáis. Cada vez que encuentro un sudafricano pidiendo o vendiendo algo, procuro ayudarle si puedo. No se me va de la cabeza que han llegado a España jugándose la vida engañados por la promesa de un mundo mejor. No es lo mismo que otros a los que traen las mafias de sus países especialmente para mendigar.
Con la crisis, ellos son los más perjudicados. Cuando oigo a la gente en la calle quejándose de que ya no pueden comer en sitios caros o viajar al extranjero, me da rabia pensar que, para algunos, significa realmente depender de la caridad sin ninguna perspectiva de mejora. Siempre salen perdiendo los mismos. El africano del supermercado es una persona educada que siempre tiene una sonrisa para cada uno y un "buenos días" que te alegra la mañana. La mirada limpia de quien sabe lo que es no tener nada y agradece cualquier detalle. Hace unos días que no le veo. Espero que no le haya abandonado su suerte.