En estos tiempos en los que sigue arreciando la polémica sobre el
derecho a tener un hijo (un derecho que se hace extensivo a cualquier
persona y a cualquier precio), nadie habla ya de la adopción. En mi país, por culpa de la crisis, los enrevesados trámites burocráticos
y el visto bueno a los bancos de inseminación artificial,
las adopciones han caído en picado. Sin embargo, hay en
el mundo en torno a 165 millones de niños abandonados,
una cifra escandalosa, que casi triplica la población italiana.
No parece que todas estas criaturas, que languidecen en
los orfanatos del mundo entero soportando una tremenda
falta de cariño, sean de la incumbencia de nadie. Todas las
miradas están puestas en esas maravillas de la ciencia y
la tecnología que nos permiten llevar a cabo lo que antes
solo nos reportaba el escalofrío de lo inimaginable.
No hace mucho supimos de aquel chico inglés homosexual
que recurrió a la fecundación in vitro, disponiendo
luego que el embarazo corriese a cargo de la futura abuela
de ese niño, es decir, su propia madre. Por supuesto que
tener un bebé en casa, que comparta contigo sus primeras
sonrisas y sus primeros pasos, debe de ser algo precioso.
Sin embargo, tal vez mucha gente no ha caído en la cuenta
de que ese nene no va a ser toda la vida un niño pequeño,
y de que llegará un día en que empezará a formularse una
serie de preguntas: ¿quién es, en realidad, mi madre?; ¿y
mi padre?; ¿dónde está aquella mujer que, quizá en un
suburbio cualquiera de Calcuta, me llevó en su vientre
durante nueve meses?
Al contrario que los cachorros de otros
animales, a los que ofrecemos nuestro amor para que
nos correspondan con la perseverancia de su cariño, los
cachorros humanos poseen algo más, y ese algo más se
llama memoria. Los genes (léase: saber de dónde venimos,
para bien o para mal) son la base del equilibrio emocional
humano. De hecho, los niños que han sido adoptados se
angustian muy a menudo por no conocer el origen de
su llegada al mundo. Pero hay una sutil diferencia (que
explica por qué, para mí, es mucho más humanitaria y
deseable la adopción): los niños que esperan una acogida
ya están aquí, ya existen, y nosotros somos quienes podemos
darles el calor de una familia y la opción de una
vida menos desesperada.
Por el contrario, en el caso de
los niños concebidos gracias a los prodigios de la técnica
(ya sea recurriendo a un banco de semen o un vientre de
alquiler), lo que estamos haciendo es privar a ese niño,
desde su mismo nacimiento, de una parte de su memoria.
¿Será suficiente el afecto, que también se transfiere en el
proceso, para rellenar ese hueco? ¿O bien llegará un día
en que esas criaturas dóciles se rebelarán pidiendo a gritos
una explicación de su discapacidad?
Creo que lo que hay detrás de ese
encargar un hijo 'a la carta' es el deseo de no arrastrar,
en el futuro, los problemas que con mucha frecuencia
generan los niños adoptados. Pero ¿estamos seguros de
que va a ser así? He conocido familias con hijos propios
que, al crecer, han resultado ser un auténtico desastre, una
fuente de sufrimiento y quebraderos de cabeza para sus
progenitores; igualmente, también he conocido a niños que
fueron adoptados y que, con el tiempo, se convirtieron en
unos hijos maravillosos.
Es evidente que la paternidad no
puede pretender que haya ningún tipo de garantía. Por eso,
pienso que la pregunta que debemos hacernos es, sobre
todo, una: ¿es el niño una propiedad, sobre la que ejercemos
un derecho inalienable, o hablamos más bien de la relación
que se establece con un ser frágil, en la que siempre ha de
brillar la libertad del amor que le entregamos?
http://www.mujerhoy.com/hoy/entre-nosotras/ninos-abandonados-susanna-tamaro-866328042015.html