La separación de los hijos de los padres y la colectivización de los
menores han sido una de las aspiraciones de los totalitarismos. Desde
Hitler hasta Stalin, pasando por Pol Pot, el ideal ha sido siempre la
educación en rebaño. El niño crecido a los pechos del Estado es dócil al
poder. Por el contrario, nada más indómito a la jefatura social que la
familia. Es una entidad donde se cultivan evidencias vitales casi
irreductibles al discurso ideológico ¿Cómo olvidar lo que te hizo reír,
llorar, enfadarte o reconciliarte en la infancia y la juventud? En el
mundo contemporáneo el poder también tiene su proyecto: una persona
eternamente joven y delgada, indefinida sexualmente, sin raíces que la
determinen y cuyas principales aspiraciones sean la «calidad de vida» y
el éxito. Es un modelo muy rentable, que permite la ruptura constante de
lazos y un gasto dinámico en moda, estética y reinvención de identidad.
La familia es todo lo contrario, porque, para empezar, educa en las
edades, te inserta en una generación determinada, entre los llantos de
los menores y las babas de los más viejos. Además, te reconcilia con tu
aspecto o tu limitación, cada vez que los tuyos te valoran sin tenerlos
en cuenta y te proporciona una amplia libertad frente a los estereotipos
obligatorios. La familia te educa en la diferencia sexual, en la medida
en que aprendes que dos seres distintos y hasta incompatibles –el
hombre y la mujer– deciden hacerse compatibles. Y en ella se aprenden
las ideas de escasez y reparto, porque no siempre hay de todo para
todos; para empezar, tiempo. Y, hablando de tiempo, la familia te
vincula al pasado a través de los abuelos y al futuro por la vía de los
nietos: en definitiva, te sitúa en el corazón de una historia con una
tradición, que puedes aceptar o rechazar, pero que te viene dada.
Es
francamente difícil someter a un hombre o una mujer con hondas raíces
familiares. Tampoco es fácil arredrarlo con presiones materiales o
confundirlo con invenciones mentales. Por eso, el poder recela de las
familias y, una y otra vez, acontece que legisla para saltarse la
autoridad de los padres, los derechos de los hijos, la dignidad de los
abuelos o el futuro de los que van a nacer. No es casualidad que en los
mundos de Huxley y Orwell los niños se criasen en viveros. Y tampoco es
fortuito que el modelo occidental por excelencia sea la familia de
Belén. Porque la familia es garantía de libertad.
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