Es una adicción, una enfermedad, todo el día
pendiente de ese aparatito para compartir tonterías unos con otros». P.
C., de 35 años, profesora en un colegio concertado de Madrid, critica
con rotundidad la reciente dependencia (sobre todo entre la gente joven)
de las nuevas tecnologías, de las redes sociales, Facebook, Twitter,
Tuenti y, sobre todo, del canal de mensajería instantánea online:
Whatsapp. Una mañana, P. C. decidió parar de una vez la vorágine de
mensajes, chats, fotos, vídeos, invitaciones que le llegaban al móvil.
«Ya tenía hasta taquicardias», asegura. Fue durante unas vacaciones de
Semana Santa en Murcia. Solo quería estar relajada.Tras un día entero
intentando encontrar la forma, consiguió deshacerse de la aplicación de
Whatsapp. Sus amigos aún no se lo creen. «Me lo quité para estar una
semana tranquila... pero no he vuelto», comenta satisfecha tras nueve
meses de desenganche. «Fue pasando el tiempo y me di cuenta de que
estaba mucho mejor, controlando mi tiempo. No usaría Whatsapp por nada
del mundo», añade.
El argot que rodea a Whatsapp pertenece al mundo de las sustancias psicotrópicas y drogas similares: «Estoy enganchada», «tengo mono», «como no me escriba, me va a dar otra crisis de ansiedad» «es que dependo de su mensaje, si no, no duermo», «me agobio si no encuentro el móvil».
La psicóloga hace una lectura afilada del asunto. «Estamos sumidos en plena revolución tecnológica y, como en todas las revoluciones, se está transformando muy rápidamente nuestro estilo de vida. Creo que el problema no son las pantallas sino la rapidez con la que nos estamos incorporando a la tecnologización de nuestras vidas. Vivimos entusiasmados con los avances e imbuidos en la experimentación de cada propuesta tecnológica que emerge. Lo común a todas ellas es la inmediatez: de los contactos, de las relaciones, de las comunicaciones. Una inmediatez que multiplica el número de conexiones entre los sujetos y los grupos, que modifica el sentido del tiempo y desdibuja las distancias y las fronteras».
Sin un código cibersocial
Un ejemplo claro, expone Méndez Gago, es la idea de pasear en bikini por un salón ajeno. «Nunca se haría en la vida real, sin embargo, sí subimos esa foto a Facebook, donde amigos, amigos de amigos y cualquiera que esté cerca de esos ordenadores, pueden verlo», observa. Con las nuevas tecnologías desaparece la graduación del acercamiento y el pudor de salvaguardar lo íntimo. «La falta de código cibersocial hace de las pantallas un entorno sin límites y por tanto, con alto riesgo de confusión. Y en este contexto es muy fácil que se den equívocos, falsas expectativas, engaños que pongan en jaque nuestra estabilidad emocional». «Otro síntoma claro es el acoso y la depredación, al no existir ciber-reglas de relación los más vulnerables se convierten en piezas de cacería».
Hemos tenido crueles consecuencias recientemente. El suicidio de Tim Ribberink, un joven holandés de 20 años víctima de acoso a través de Internet, se une al de la canadiense Amanda Todd, de 15, que se suicidó días después de subir a Youtube un escalofriante vídeo en el que decía que se sentía sola, que no quería vivir. «Necesito a alguien», escribió en una cartulina blanca. La soledad y la depresión nos acechan, sobre todo en tiempos de crisis. «Vivimos en una sociedad desorientada», subraya Susana Méndez Gago
.
El uso positivo de las nuevas tecnologías es indiscutible. Internet soluciona la pesquisa requerida a través de los buscadores y nos acerca a cualquier persona a golpe de clic. El problema radica en el uso. En el caso de Whatsapp, por un lado, se facilita la interacción e intercambio de comentarios a tiempo real a través de un chat individual o colectivo. Pero como toda nueva tecnología, necesita «ser domesticada», coinciden los expertos. Y es que esta comunicación frenética (además de superficial) causa también tensiones, angustia o ansiedad. La principal diferencia, respecto a los mensajes por SMS, correos electrónicos, llamadas de teléfono o canales como Twitter o Facebook, es que Whatsapp revela información inmediata sobre la persona que lo usa: cuándo utilizó la aplicación por última vez, si está en línea (es decir, usando el teléfono en este momento), o si ha salido del canal sin responder a tus mensajes. También se puede intuir si la persona a la que se lo has enviado, lo ha leído.
Un divertido corto de tres minutos sobre el asunto, con la famosa frase «el doble check es Dios», fue finalista en el reconocido concurso de microcine NotodoFilmFest. Para evitar problemas, cada vez más gente usa una aplicación que permite ocultar la información de la última vez que uno se ha conectado a Whatsapp. Lo peor es que desaparece también esa información del resto de los contactos y la mayoría de los usuarios no quieren prescindir de los datos de los demás.
El tema se ha desmadrado. En las relaciones de pareja, los psicólogos empiezan a detectar rupturas (por conexiones a deshora que después no se pueden explicar) y conductas obsesivas propiciadas por el uso de Whatsapp. También conectarse a una hora en la que el otro miembro de la pareja cree que la persona querida está haciendo otra cosa. Todas esas pistas quedan documentadas y ya se ha «pillado» a más de una o un infiel por su actividad whatsappística. Las anécdotas se multiplican en cuanto alguien saca el tema. Un usuario contaba cómo un hombre casado, aficionado a las motos, había discutido con su esposa y decidió castigarla emocionalmente. «Paraba en cada vía de servicio, en hoteles, en cada lugar donde tenía ocasión de conectarse a wifi, lo hacía para demostrar a su mujer que aunque tenía posibilidad de escribirle, no lo hacía» se sorprende.
Envidia de otros perfiles
El perfil de Facebook, por otro lado, suele superar a la realidad. Las fotos son más bonitas, salimos más guapos, se nos ve más felices. A veces, sobre todo entre la gente joven, se produce un efecto envidia de los excesivamente maravillosos perfiles ajenos.
Pero algunas personas se han decepcionado. Radicalmente. P.C. es una de ellas. «En las reuniones con amigos, la obsesión de la gente de fotografiar el momento e informar de con quién estás, qué haces. Qué horror». «Lo miraba constantemente, a ver si me habían respondido... había muchos chats hablando a la vez y, cuando salía, la gente no hablaba, solo miraba sus pantallas. Y yo, llegaba a casa, y también hacía lo mismo. Toda esa información absurda de tus maravillosas tostadas y todos comentando ese desayuno, pasando durante todo el día por todo lo que haces, hasta que das las buenas noches. Horrible».
«Ahora –continúa– no conozco todo el proceso, pero llamó y me enteró del plan del grupo. Y punto». En su libro «La bondad de los malos sentimientos» (Ediciones B, octubre 2012), Méndez Gago critica la «cultura de la felicidad», el hecho de sentirnos obligados a ser felices, exitosos, guapos, atractivos, ricos, emprendedores. La autora defiende los «malos sentimientos», esos que la sociedad trata de ocultar: la frustración, la angustia, el aburrimiento, la culpa o la vergüenza.
Sobre la evidente
esquizofrenia tecnológica que nos rodea, la experta ofrece un sencillo
consejo: «Apagar las pantallas unas horas cada día». ¿Para qué? «Para
poder, de este modo, estar en contacto con nosotros mismos». ¿Seremos
capaces?
Lidia Jiménez
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