¿Fanatismo de baja intensidad?
07:21 (25-03-2011) |
Siento vergüenza de que mi universidad sea noticia por el griterío fanático de unos pocos.
Javier Martínez-Torrón
Pensé al principio que su relevancia había sido solamente local: un episodio aislado de fanatismo antirreligioso protagonizado por personas incapaces de entender que hay quien no piensa como ellos. Me refiero a la profanación de una capilla católica en la Universidad Complutense hace unos días, con una irrupción tumultuosa que incluyó pintadas y vocerío insultantes, algún zarandeo de clérigo y escenas de semidesnudo lésbico en el altar. Sin embargo, el hecho ha tenido notable relieve internacional. Algunos amigos y colegas extranjeros me han escrito en estos días con natural consternación y sorpresa. He debido explicarles que esto no refleja la actitud de los universitarios españoles, que es sólo una explosión aislada de la intolerancia de una minoría radical.
Como profesor complutense, he sentido la vergüenza de que mi universidad, donde hay excelencia académica de profesores y alumnos, sea noticia en el mundo por el griterío fanático de unos pocos (que con esto hacen, por cierto, flaco favor a su causa). No hace falta ser persona religiosa para darse cuenta de que la profanación de un templo de culto –católico o no– es algo que no puede consentirse en una sociedad democrática. No ya sólo por ese elemental respeto a lo sagrado que es propio de personas y sociedades civilizadas, sino también porque constituye una violación del derecho fundamental a la libertad de religión y creencias: un ámbito de autonomía protegido por la Constitución y por el derecho internacional. Por eso el Código Penal lo sanciona como delito (art. 524), y con penas más graves si se produce de manera violenta o tumultuosa durante actos de culto (art. 523).
No exagera nuestro Código Penal. La profanación de un lugar de culto no es un ejercicio legítimo de libertad de expresión, pues la expresión de ideas propias no puede, en democracia, hacerse por imposición violenta. Más allá de los concretos daños materiales o humanos que pueda producir, se trata de una manifestación de intolerancia que un Estado de derecho debe extirpar con firmeza. Los documentos internacionales de derechos humanos son claros al recoger el principio de que “no hay libertad para los enemigos de la libertad”. Es decir, no puede permitirse que se utilicen las libertades constitucionales para destruir los derechos de otros. Por eso se castiga también la apología del terrorismo: no porque necesariamente vaya a producir muertos de manera inmediata, sino porque difunde el mensaje –inaceptable– de que la violencia es un medio legítimo para imponer una manera de pensar.
Sería un error tratar estos hechos como “chiquilladas” o como “fanatismo de baja intensidad”. Sorprende por ello que, desde hace meses, en otra universidad pública, la de Barcelona, un grupo minoritario de estudiantes radicales impida regularmente, con una violencia propia de un abertzalismo antirreligioso, la celebración de actos de culto en una capilla universitaria, sin que hasta ahora las autoridades académicas hayan actuado con la firmeza que requiere esa violación de derechos constitucionales en un entorno que debería ser ejemplo de respeto por la libertad y el pluralismo. Y, volviendo a la Complutense, llama también la atención que otro reducido grupo de estudiantes, en lugar de reprobar la intolerancia y mal gusto de sus compañeros profanadores, haya sacado pecho cacerola en mano, exigiendo la retirada de las capillas de un centro educativo público –como si lo público fuera sólo suyo– y tildando de totalitaristas “nacional-católicos” a quienes discrepen de su ilustrada actitud y tengan la osadía de querer practicar su religión (esa “antigualla homófoba”) en su lugar habitual de trabajo.
La conveniencia o no de capillas en una universidad pública es un tema abierto al debate. Pero, si lo que se quiere es de verdad discutir, hay otros modos de hacerlo, respetuosos de la libertad de los demás, y sin dogmatismos ideológicos que despiden un olor a inquisición pseudolaica. Digo pseudo, porque, además de denotar un provincianismo intelectual notable, esas actitudes confunden la laicidad o neutralidad del Estado con la ausencia de visibilidad de lo religioso en la vida pública. La laicidad del Estado no queda comprometida por la presencia de lugares de culto (católicos o no) en instituciones públicas, los cuales, que se sepa, no son de visita obligatoria. Una capilla no es un privilegio para la Iglesia católica, al igual que una guardería infantil en la universidad no privilegia a las madres sobre aquellas mujeres que no lo son. Es un modo de facilitar el ejercicio de la libertad religiosa de los universitarios católicos: algo previsto en la Constitución (arts. 9.2 y 16.3). De hecho, las capillas universitarias son bastante visitadas en la Complutense, lo cual demuestra que cumplen una función.
Que haya capillas en una universidad pública, cuando hay miembros de la comunidad universitaria que las desean, es tan normal como dedicar espacios a proyecciones de cine artístico, grupos de teatro, práctica de deportes o clubes de debates. Eso no significa que el Estado se identifique con el catolicismo o que niegue la legitimidad del ateísmo. Por lo mismo que la venta de solomillo ibérico en una cafetería universitaria no implica que el Estado se declare carnívoro o se pronuncie contra el vegetarianismo. Simplemente hace posible que quienes quieren comer carne puedan hacerlo libremente sin necesidad de salir fuera de la universidad. Aunque sea viernes de Cuaresma.
*Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Complutense y vocal de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia.