Unos amigos han tenido un bebé y vamos en familia a conocerle. Mis hijos disfrutan viendo al cachorrito recién llegado mientras degluten los bombones que hemos traído. Sin saber cómo, tengo al pequeño en los brazos. Alguien bromea sobre mi experiencia al respecto. La madre primeriza aprovecha para ir al baño.
Los hombres salen al pasillo a hablar de sus cosas y los niños les orbitan. Me dejan sola con él, con el nuevo, con el gurruñito tibio que huele a colonia y ronronea. Me asalta una enorme nostalgia y un deseo inmenso de volver atrás. Es una insensatez, pero me da lo mismo: mañana mismo me quedaría embarazada de mi cuarto hijo. Qué más da que haya muchas razones, todas consensuadas, para no haberlo hecho. No importa que cuando no tengo un bebé encima esté convencida de que no deseo más embarazos, más partos, más pañales ni más llantos nocturnos. De pronto, soy otra. Soy mis hormonas alborotadas.
Me imagino defendiendo este deseo ante el mundo: los “metomentodo” convencidos de que cuatro es un exceso, los que opinan que soy demasiado mayor, los fatalistas que ven los hijos como obligaciones evitables, los falsos proteccionistas que disfrazan su desagrado de conmiseración, los desinformados que al saberlo poco menos que me darían el pésame… Las ansias de ser madre no se pueden explicar ni ante una misma. Son parte de una intimidad secreta que aflora de vez en cuando, pero con infalibilidad de engranaje perfecto. Cuando la madre primeriza regresa, cansada y dolorida, la tomo por la mujer más envidiable del mundo. Algo en mí se cambiaría por ella.
Creo que las mamás en edad fértil no deberíamos ir a ciertos lugares. Deberíamos huir de las recién paridas, a menos que queramos terminar con una prole a lo familia Trapp. O no acudir a las reuniones de damas con criaturas lactantes. Esto último se lo prometió Doris Lessing a sí misma en Rodesia. Tampoco lo cumplió. Saber que mis hormonas se comportan como las de una premio Nobel me deja más tranquila.
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