Para cualquier español ha de resultar desolador echar la vista atrás en estos momentos. Cuando hace siete años Zapatero llegó por accidente al poder, el país había alcanzado el superávit presupuestario por primera vez en su historia, el pleno empleo se encontraba a la vuelta de la esquina y el resto de naciones europeas nos consideraban como una emergente estrella dispuesta a reclamar el lugar que le correspondía dentro de Europa y del mundo.
Aquel milagro económico, construido sobre el erial nacional que le había legado el felipismo socialista a Aznar, se basó en dos principios claros: austeridad presupuestaria y progresiva liberalización de la economía. Dos principios que, no obstante, atentaban contra el dogmatismo ideológico de Zapatero y que desde el primer momento se dispuso a abandonar. Así, por un lado, no dudó en acrecentar el despilfarro público a unos ritmos superiores al 10% anual; al cabo, para mantenerse en el poder, había innumerables deudas políticas que pagar y cuantiosas redes clientelares que crear. Por otro, sus intervenciones en la economía fueron continuadas, tanto para interferir en la vida interna de las empresas –ahí está el famoso caso de Endesa– como para alinearse con los sindicatos y bloquear dolosamente cualquier nimia reforma laboral o para cerrar las nucleares y promover con subvenciones las carísimas energías renovables.
Durante su primera legislatura, Zapatero fue capaz de sufragar ese oneroso régimen socialista gracias a las rentas tributarias que le proporcionaba la burbuja del ladrillo que tanto criticó de cara a la galería, pero que, en realidad, tanto alentó a cebar. No con otro propósito colocó a sus conmilitones en los consejos de administraciones de las cajas de ahorros, restringió la oferta de suelo y subyugó a un cada vez menos independiente Banco de España. Sin embargo, cuando la burbuja pinchó, todo el castillo de naipes se vino abajo. La economía privada, volcada en la construcción, se encontraba esclerotizada por las omnipresentes regulaciones estatales, y la economía pública había consolidado un nivel de gasto inasumible una vez se habían esfumado los etéreos ingresos fiscales asociados al ladrillo.
En 2008, pues, era el momento de reconocer el fracaso de cuatro años de desgobierno y de regresar a los principios liberales de austeridad presupuestaria y de desregulaciones que habían enriquecido a España, tal como pone hoy de manifiesto el eminente economista Juan Velarde en las páginas de este periódico. Pero Zapatero prefirió durante ese ejercicio engañarnos negando la crisis y durante el siguiente engañarse a sí mismo proclamando que existía una vía socialista para salir de la depresión. Entre sus mentiras y desatinos, nos dejamos varios millones de parados y centenares de miles de millones de euros en forma de deuda pública. Desastre de colosales magnitudes que sólo la presión de los mercados (esos “malditos especuladores”) y de la sensatez germana de Merkel han impedido que siguiera acrecentándose hasta conducirnos a una cierta suspensión de pagos.
La reciente tutela alemana, por tanto, nos ha dado un cierto respiro, pero Zapatero, como prejuicioso rojo que es, se resiste a facilitar la vida a los españoles ya sea rectificando su pauperizadora política económica de corte antiliberal o bien, por ponérselo más sencillo, abandonando La Moncloa y convocando elecciones anticipadas. Al parecer, cinco millones de parados y más de 250.000 millones de deuda a sus espaldas no son motivos suficientes para que se largue. De niño debió de tomarse demasiado en serio aquello de “socialismo o muerte” y así nos ha ido.
www.intereconomia.com/noticias-gaceta/opinion/siete-anos-ruina-absoluta-20110312