Está nuestra sociedad en plena campaña contra los hijos. Dicen que los niños te atan de por vida, que ya no puedes salir ni viajar, que cuestan mucho dinero y dan disgustos. Todo eso es cierto, sin duda, pero cualquiera que lo haya probado sabe que se compensa con creces sólo con la alegría de verlos crecer y aprender cosas nuevas cada día; aunque eso signifique que te lleven la contraria. Las molestias del embarazos, los dolores del parto, se olvidan completamente en cuanto te ponen a tu hijo en los brazos. Entonces, todos miramos con admiración cómo es posible que alguien tan pequeñito pueda tener sus diez deditos en cada mano y sus diez uñitas, una por dedo. El milagro de la vida es lo más hermoso y más grande que existe y nadie debería perderselo a propósito.
Los hijos a veces son una molestia, sí, pero otras son lo único que te hace sonreir en un mal día. La sonrisa de un niño puede derretir el corazón más duro. Yo misma no tenía ninguna afición a los bebés hasta que tuve los míos y entonces el instinto maternal surgió - ya desde el primer día de embarazo -, enseñándome todo lo que tenía que saber. Ser padre, y madre, es lo natural en el ser humano como en cualquier otra especie animal. El trabajo, los estudios, los viajes... pueden esperar; pero la naturaleza no espera. Luego, llegan los lamentos cuando una pareja no consigue tener hijos; o, cuando, ya mayores, se encuentran solos preguntándose si su vida, con todos sus éxitos, ha tenido realmente sentido, al no tener continuidad en otros.