Hay algo en lo que no estamos de acuerdo mi marido y yo, y es porque yo soy profundamente anticientífica. Me refiero, por ejemplo, a cuando los arqueólogos desentierran un palito y no saben lo que es ni para qué sirve. Automáticamente dicen que es un exvoto o un objeto de adorno personal. Ese afán por clasificarlo todo es muy propio de la ciencia. Asimismo, cuando se habla del origen de la materia y el universo, surgen cientos de teorías, a cada cual más fantástica que la anterior. Pero no tienen en cuenta una cosa: que aún suponiendo que todo lo que existe haya salido de un punto del tamaño de una cabeza de alfiler, alguien tiene que haberlo puesto allí, y alguien tiene que haberlo hecho estallar.
A veces pienso que la mitad de lo que se estudia en los libros de texto está por demostrar. No sería la primera vez que nuevos descubrimientos desbancan las teorías sobre alguna antigua civilización o incluso sobre cuestiones matemáticas. Cuánto hay de verdad y cuánto de especulación, nunca lo sabremos. Por eso, yo me he vuelto bastante excéptica con estos temas. No deja de ser curioso que pueda creer en cambio que Jesucristo murió y resucitó al tercer día, y no me crea cosas más mundanas. Tal vez sea porque el cristianismo tiene más de dos mil años y las teorías científicas vienen y van. Además, la Fe no necesita pruebas que la sustenten porque en eso consiste precisamente su esencia.