EL HUEVO DE LA SERPIENTE
Al establecer que son «inherentes» a la persona, los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos quisieron significar que eran derechos de naturaleza prepolítica, constitutivos de la persona, y también apolíticos, porque no son construcciones del poder, que independientemente de su orientación ideológica debe luchar por su preservación. En los últimos años, sin embargo, se está imponiendo una nueva versión de los derechos humanos que no es sino el camuflaje con el que se trata de satisfacer intereses particulares, a veces de naturaleza criminal. Los derechos humanos han dejado de ser definiciones objetivas, para convertirse en acuñaciones moldeables según la conveniencia social del momento, según las preferencias ideológicas de una determinada formación política que ostenta coyunturalmente una mayoría parlamentaria. Quienes promueven esta desnaturalización de los derechos humanos actúan de forma muy astuta: su objetivo es crear artificialmente una «opinión pública» favorable a la que es obligatorio adherirse, si no se quiere ser arrojado al infierno de los réprobos.
Para lograrlo, desarrollan un activismo incansable en las conferencias internacionales, donde se redactan textos en los que se habla de derechos inexistentes (por ejemplo, el llamado «derecho a la salud reproductiva y sexual»); tales textos carecen de valor jurídico, pero tienen una gran importancia política, pues por estar bendecidos desde instancias como la ONU crean un espejismo de «consenso internacional» y aparecen revestidos de una legitimidad de la que en realidad carecen. Paralelamente, desde organismos internacionales como la turbia Organización Mundial de la Salud «especialista en proclamar epidemias fantasmagóricas de gripe» se fabrican argumentos seudocientíficos que, a fuerza de ser repetidos, se convierten en verdades inatacables. Los documentos sin valor legal emanados de las conferencias internacionales y las manipulaciones seudocientíficas son luego esgrimidos por los lobbies promotores de estos «nuevos derechos», que actúan siguiendo un plan conjunto que tiene como objetivo modelar la opinión pública e introducir en el lenguaje político las manipulaciones seudocientíficas mencionadas.
Paralelamente, los distintos Gobiernos de los Estados, acogiéndose a la apariencia de legitimidad que les proporcionan los documentos sin valor jurídico de los organismos internacionales, promueven legislaciones nacionales que consagran los «nuevos derechos», creando el espejismo de que responden a una demanda social. La sociedad, para entonces, ha dejado de resistirse; y quienes aún se oponen se consideran contrarios al progreso, a la tolerancia y a los derechos humanos. No importa que, en realidad, sean sus únicos defensores, porque los conceptos de progreso, tolerancia y derechos humanos han sido usurpados. Y todo el que ose discutir tales falsos derechos se convierte de inmediato en un intolerante, en un retrógrado, en un fanático, en un ser asocial... en un delincuente incluso. Porque lo que se pretende es que, de aquí a unos pocos años, todo el que se oponga a esta redefinición de los derechos humanos sea condenado a la muerte civil. Quienes promueven la redefinición y desnaturalización de los derechos humanos afirman que no existe otra moral que la que determina la «opinión pública» «esa opinión pública que previamente han modelado a su antojo» o las mayorías parlamentarias.
Y así, por ejemplo, se nos hace creer que el aborto es aceptable por la sencilla razón de que la mayoría vota a su favor, o porque existen partidos que, gozando de una abultada representación, defienden que sea legalizado. Entonces, hemos de concluir, también el genocidio debería aceptarse, si quien lo perpetra fuese elegido democráticamente por una mayoría, como los alemanes de los años treinta hicieron con Hitler. ¿Por qué no? Es pura lógica. Pero es la lógica del mal. Si nos rebelamos contra el genocidio, ¿por qué no lo hacemos contra esta redefinición de derechos que está desarrollándose ante nuestros ojos? Porque hemos sido sobornados; porque el poder ha sabido aprovecharse de nuestras debilidades, de nuestros intereses egoístas, dándoles categoría de derechos. Somos más esclavos que nunca, porque hemos renunciado a nuestra capacidad de discernimiento moral. Éste es el drama de las democracias occidentales, éste es el huevo de la serpiente que están incubando y que acabará destruyéndolas.
Juan Manuel de Pradaxlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=5828&id_firma=12170