Es uno de los lemas de mi vida. Por ejemplo, si compro algo que no me viene muy bien, aún así, procuro buscarle una utilidad. Si no la encuentro, lo dono o lo reciclo. En mi casa no hay nada nuevo que nunca se haya utilizado. Cuando mis hijos eran pequeños, les regalaban montones de juguetes. Yo procuraba que jugaran con todos, poniéndome con ellos a ver para que podían servir. Creo que no hemos desperdiciado nada por raro que fuera. Había un vecino, cuya madre me decía risueña que su hijo no abría siquiera los paquetes de los regalos, de tantos que recibía. A mí eso me parece una falta de educación elemental, aparte de un insulto hacia los muchos niños que no tienen tanta suerte. Nunca se lo dije. Me temo que es algo muy habitual dejar que los niños descarten cosas sin haberles dado siquiera una oportunidad. Luego se dedican a pedir más y más.
Ya he contado alguna vez que mi nevera tiene veintiun años, el coche de mi marido tiene veintitrés. ¿Cómo conseguimos que las cosas nos duren tanto? Simplemente, cuidándolas y utilizándolas correctamente. Si se utiliza la bicicleta como patinete, pongamos por caso, es difícil que pase del primer año. Cada cosa tiene un uso correcto que hay que respetar. Aún así, a veces se estropean. En casa tenemos la extraña costumbre de arreglarlo todo. A veces, la reparación cuesta igual que comprar otro nuevo, pero no tiene sentido tirar cosas que sirven. Debemos ser de los pocos que todavía van a los talleres de reparación y utilizan el pegamento en casa. Con él arreglaba mi marido los juguetes rotos y, de ese modo, no nos sentíamos culpables por desperdiciar nuestras cosas y nuestra suerte de poder tenerlas.