Recuerdo que, cuando empezaba a escribir en internet, contaba lo a gusto que me encontraba en casa con mi marido y mis hijos, simplemente sentados en el salón viendo televisión juntos. No hace tanto tiempo, pero esa estampa, especialmente después de la cena, ya no está completa. No voy a decir que no me lo esperaba, porque es parte del devenir habitual de la vida, pero lo echo de menos. Ya no solemos coincidir a las mismas horas. Raramente cenamos todos a la vez. Después tampoco vemos los mismos programas. Me conformo con estar en la misma habitación. Recuerdo como si fuera ayer - porque hace poco más de un año -, cómo nos acurrucábamos en el sofá bajo una misma manta y a menudo se recostaban contra mí, incluso mi hijo mayor. Supongo que esos recuerdos no me los puede quitar nadie.
Son como unos atisbos, mucho más lejanos todavía, de cuando en casa de mis padres estábamos ocho personas y el perro en el salón. El jaleo entonces era considerable, pero tenía su gracia, por el simple hecho de estar juntos compartiendo unas horas. Esa imagen ya es irrecuperable, por supuesto. Ahora mi hermano mayor va a volver a casa de mis padres tras su segundo divorcio, y eso me hace sentir extraña, como si se pudiera echar el tiempo atrás treinta años y volver a ser esa familia. No quiero ni pensar que, dentro de otros treinta años, de todo lo que yo he vivido y contado en estas páginas, no quede tampoco más que ese recuerdo difuso, que a veces me hace dudar si sólo se ha tratado de un sueño.