Estuve en un concierto al aire libre de música del siglo XVI. Siempre me ha gustado ese estilo de música clásica, incluso más que los posteriores. Escuchando los distintos tiempos, me sentía transportada a aquella época. La música puede ser un gran transmisor de sentimientos. Me imaginaba la vida de aquellos nobles, continuamente viajando a cuidar sus tierras y participar en batallas; sus múltiples heridas de guerra y el reencuentro emocionado con sus familias después de meses o años. Pero me imaginaba aún mejor la vida de aquellas mujeres nobles en una jaula de oro, ya que apenas podías salir de palacio por ser demasiado peligroso. Sus horas de labor, sus estudios musicales, el cuidado de sus hijos. Es difícil imaginar una vida sin agua corriente, ni medicinas – incluso anagésicos, ni biberones, ni pañales desechables (eso hasta hace poco)… Dedicadas a mantener la familia y la cultura mientras sus maridos luchaban por protegerlos.
También veía a los múltiples criados y aldeanos afanados en sus tareas. Su vida era dura, pero contaban con la protección del palacio, aunque eso tuviera contrapartidas de servidumbre. A cambio conservaban su libertad de movimiento en mayor medida que las nobles. Al refugio de la iglesia más cercana, procuraban disfrutar de la vida a pesar de las enfermedades y los bandidos. Hablar de historia, es mucho más que cifras y datos. Es ponerse en su lugar e imaginar cómo hubiera sido vivir esas vidas. La existencia no era nada fácil entonces. Por eso, en la música se escuchan tramos muy lentos y tristes, seguidos de otros más alegres y optimistas. Es la gente intentando ser feliz y aferrándose a la esperanza, tras la vivencia de la muerte y el sufrimiento. Probablemente, de eso y de fe inquebrantable, sabían mucho más que nosotros.