Se dice de la situación que sufren los padres cuando sus hijos, ya mayores, se van de casa. Yo he sentido algo parecido este verano cuando mis tres hijos se marcharon de vacaciones. El mayor volvió al cabo de una semana y se cruzó con sus hermanas que salieron más tarde. La pequeña fue de campamento diez días, que parecían veinte. La mediana se fue a estudiar inglés por tres semanas. Ahora que escribo esto, apenas han pasado diez días y no sé cómo voy a aguantar diez más. Pero, además la pequeña, cuando vuelva, tiene otro campamento. He sido yo, sin embargo, la que ha organizado esto, y ahora se me está haciendo interminable. No estoy a la altura de las circunstancias.
Los hijos crecen y es natural que quieran hacer sus propios planes, al menos parte del verano. Sin embargo, en este caso, yo misma les he empujado a ello. Porque sé que el verano se les hace largo si no y se aburren. Tal vez, porque recuerdo mis propios veranos interminables. Pero no puedo evitar sentirme preocupada y echarles muchísimo de menos. Desde luego, soy un caso tomando decisiones arriesgadas. Todavía me acuerdo del perrillo que quise adoptar... Ahora pienso que, si no lo pasan bien, también será mi culpa. Sé que me agobio demasiado, pero todavía siguen siendo mis niños. Cuando publique este post ya habrán vuelto y estaremos juntos, si Dios quiere. No estoy preparada aún para ver el nido vacío.