Aprovechando que mis hijos estaban fuera, me he escapado con mi marido un fin de semana. Como a los dos nos gusta Castilla la vieja, fuimos a la ciudad de Valladolid. Hay tanto que ver por allí que apenas pudimos tener una idea general, pero ya tenemos base de operaciones para otros viajes futuros, si Dios quiere. La impresión que sacamos de allí fue que la gente es muy elegante. Nos cruzábamos por la calle todo el tiempo con hombres trajeados y mujeres de tiros largos -literalmente- hasta el suelo y tacones de diez centímetros. Parece ser que era el fin de semana de las bodas y la ciudad tiene más de diez iglesias, a cada cual más grande, más bonita y más engalanada para la ocasión. Resultaba impresionante.
Como después jugaba España al futbol, llamaba la atención ver las terrazas de los bares con tanta gente bien vestida luciendo banderas españolas, y algunos con la camiseta encima de la camisa. Allí desentonábamos nosotros con nuestro atuendo de turista típico y la cámara de fotos. Me fui con buen sabor de boca por ver la vitalidad que conserva todavía esa zona de nuestro país, a pesar de todo. También resultaba allí absurdo e inviable el proyecto de nuestro gobierno de desligar la Iglesia de la sociedad. Además, el patriotismo impregnaba todo. Cuando se sale de las grandes ciudades, te das cuenta de que no es tan fácil acabar con siglos de historia familiar y tradiciones; mal que les pese a algunos.