Los cielos de Madrid son famosos por su color, pero otra ventaja enorme que tiene la capital es su agua. El agua de Madrid no sólo es potable, sino que está muy buena; precisamente porque no sabe a nada. Es incolora, inodora e insípida, como se supone que debería ser. Sin embargo, a pocos kilómetros de allí el agua ya no conserva esas cualidades, y yo lo noto enseguida. Especialmente, en la costa mediterránea, el agua del grifo transporta muchos minerales. Eso obliga a veces a consumir agua mineral. Pero tener que comprar, transportar y almacenar cientos de botellas de agua -aparte de ser muy incómodo, también sale caro. Cuando vamos de vacaciones, entonces nos damos cuenta de la enorme ventaja que es tener agua en buenas condiciones; y del desperdicio que supone utilizarla para regar o en higiene excesiva de las casas y las personas.
Sin embargo, ocurre también algo extraño en Madrid. Cuando voy al supermercado, a menudo veo gente comprando grandes cantidades de agua mineral. No sé si lo harán a causa de la propaganda a favor de sus cualidades digestivas y dietéticas, o si lo hacen por un afán sibarita bastante absurdo; pero el caso es que el agua se vende. A veces me he sentido tentada de preguntarles que les impulsa a tomarse el trabajo y hacer ese gasto en algo que sale del grifo habitualmente a un precio asequible. De hecho, el agua en España es más barata que en otros países europeos; a pesar de ser mucho más escasa, sobretodo en la mitad sur. Tal vez ocurre que lo que no cuesta no se valora y, por esa razón, algunos todavía no saben la suerte que tienen de disponer de ese agua.