Se dice siempre que la muerte es la gran igualadora, que partimos de este mundo tan desnudos como nacimos y que de nada sirve ser el más rico del cementerio. Sin embargo, a pesar de que estas tres aseveraciones parecen irrebatibles, sólo la segunda es del todo cierta. Empezaré hablando de la tercera premisa, que es la más festiva y chusca. Como todos sabemos, hay muertos que ganan un pastón, aunque ya estén criando malvas. Cierto es que ellos no se benefician de nada, pero desde luego de algo sirve ser el más rico del cementerio. Sirve para hacer muy felices a sus descendientes, que se pueden dedicar a vivir sin dar golpe mientras el finado trabaja por ellos. Y si no, que se lo pregunten a los herederos de Michael Jackson (cien millones de dólares lleva ganados desde julio) o a los de Elvis Presley (cincuenta y cinco millones en su último ejercicio). O a los de J. R. R. Tolkien o John Lennon o incluso a los de Albert Einstein, que, a pesar de haber muerto hace varios lustros, generó el año pasado ganancias por la nada desdeñable cifra de diez millones de dólares.
Sigamos ahora con la primera de las aseveraciones, la de que la muerte es la gran igualadora. Como digo, a priori, la premisa parece cierta porque no hay nada tan democrático como la muerte que siega por igual la vida de ricos y pobres. Sin embargo, no es verdad que todos los muertos sean iguales. Buena prueba de ello es que, cuando ocurre una catástrofe en un país rico, no suele mostrarse ni un solo cadáver. El caso paradigmático es el atentado del 11-S. Salvo la famosa imagen de un infeliz cayendo desde una de las Torres Gemelas, jamás vimos ni un muerto ni un herido, mucho menos un mutilado o deforme. Nada que ver con el tratamiento mediático que se hace de una catástrofe en un país pobre. En este caso, el `respeto´ es tal que, como ocurrió recientemente en el terremoto de Haití, los cadáveres de esas pobres gentes se retiraban con pala excavadora delante de las ávidas y estúpidas cámaras televisivas de nuestro muy civilizado mundo. Sin embargo, no es de muertos de primera o de segunda de lo que quiero hablarles hoy, sino de otros para mí aún mas incomprensibles. Me refiero a las diferencias que se hacen con muertos o desaparecidos que gozan de gran relevancia mediática.
En estos días, por ejemplo, se pone en marcha por cuarta o quinta vez la búsqueda del cadáver de Marta del Castillo. Hasta el momento, y según cálculos nada optimistas, se llevan gastados en dicha búsqueda varios millones de euros. Todo el mundo sabe que la niña está muerta, todo el mundo sabe también que el asesino ha confesado la autoría, pero por lo visto no es suficiente. Cada vez que el caso languidece, la familia logra movilizar a la opinión pública para que se reanude la búsqueda en un sitio distinto sin que nadie, con un mínimo sentido común, diga que eso es una necedad. Que argumente, por ejemplo, algo tan elemental como que, a pesar de que en caso policial siempre es mejor recuperar el cadáver, nada devolverá la vida a Marta. O que el dolor de unos padres y su deseo de recuperar el cuerpo de su hija son muy comprensibles, pero que no justifican gastos tan desmesurados. Y por fin tampoco se esgrime el argumento más evidente de todos: que ese dinero podría emplearse en otras causas, en otras búsquedas, en paliar el dolor de tantísimas familias en circunstancias parecidas cuyos hijos también están desaparecidos, pero, a diferencia de Marta, tal vez sí estén vivos. Lamentablemente, como ya vimos con el caso Madeleine McCann, que también concitó en los medios de comunicación un clamor parecido al de Marta del Castillo, hoy mandan los caprichos de la atención mediática, hasta el punto de que la Policía se ve obligada a hacer diferencias en casos en los que no debería haber diferencia alguna. Porque el dolor por la pérdida de un ser querido, máxime si es un menor y en circunstancias tan dramáticas, merece el mismo respeto en todos los casos. Y es que si malo es que haya diferencia entre los vivos, que la haya entre los muertos es, cuanto menos, estúpido.
Carmen Posadas. XL Semanal.