Estaba acordándome estos días de cuando yo era pequeña, hace cuarenta años. Recuerdo que estuve en Londres y me llamó la atención la variedad cultural y racial que había y la relación cercana que tenían con sus antiguas colonias. Por entonces, en España, éramos todos blancos y muy parecidos. Creo que hemos salido ganando y que hemos recuperado el trato con unos parientes lejanos que teníamos demasiado olvidados.
Sin embargo, ha sido todo tan rápido, que me cuesta explicarles a mis hijos que no hace mucho en España no había inmigrantes, sino que éramos nosotros los que emigrábamos. En estos tiempos, hay mucha gente que no recuerda la realidad antes de internet.
A principios de siglo, este país se podía considerar pobre, a mediados todavía estábamos despegando, pero en los últimos veinte años el salto ha sido vertiginoso. Lo que no entiendo es la falta de memoria de la gente que ya no se acuerdan de cuando sólo teníamos un coche, si lo teníamos, y cuando sólo se viajaba en verano, los que viajábamos. Me siento muy cercana de estas personas que llegan ahora dispuestos a ganarse la vida, más o menos engañados por lo que les contaba en sus países de orígen. Nosotros pretendemos que se adapten y se olviden de sus costumbres, pero es su tradición lo que les mantiene unidos a su familia y les da fuerzas para salir adelante.
El problema es más complicado en el caso de los musulmanes. No tanto por el Corán en sí, sino por todo lo que su cultura ha ido asociando a su religión. Aquí en España hace poco la religión católica también afectaba a nuestra vida cotidiana, pero al mejorar las condiciones de vida y la educación hemos aprendido a relativizar y separar lo que tiene que ver con las creencias particulares de cada uno del comportamiento social. Sin embargo, por desgracia, en sus países de origen están muy lejos todavía del despegue económico.
Por tanto, no se puede pretender que renuncien a lo único que les da identidad cultural, como es el caso por ejemplo del pañuelo en la cabeza. Al fin y al cabo es una costumbre muy práctica en zonas desérticas para librarse del polvo del ambiente y les gusta llevarlo. Otra cuestión es que no respeten los derechos de las mujeres. Ahí si se debe intervenir porque no puede ser que la excepción se convierta en regla.
Sin embargo, lo ideal sería para ellos que no tuvieran que emigrar y en eso los países ricos tienen la última palabra. Mientras tanto podemos intentar acoger un número razonable de personas, pero no países enteros. La solución real no está en nuestras manos, pero lo que no deberíamos olvidar nunca es que nosotros fuimos ellos.