Este mundo en que vivimos se ha vuelto cada vez más individualista, aunque, por otra parte, se fomenta la vida social o la pertenencia a un grupo. Ser autosuficiente parece ser la máxima del día; no necesitar a nadie; no depender de nadie; tampoco dejar que nadie dependa de tí. Existe una cierta mentalidad de robot programable dispuesto a todo, salvo a perder el tiempo con sentimientos complejos. Es una pena. Seguramente, es verdad que una vida así te ahorra todo tipo de malestares. Si no esperas nada de nadie, nunca sales defraudado. Si no te encariñas con alguien, tampoco lo echas de menos. Pero, ¿qué clase de vida es esa?. Todos los días iguales se transforman en años parecidos. Las personas entran y salen de tu vida sin apenas dejar huella. Acabas teniendo un máster en anécdotas sin importancia de todo tipo. Total, para no atesorar nada que realmente valga la pena.
Vivir la vida es abrir tu coraza y dejar que te hieran. Por eso, paradójicamente, no hay mejor manera de vivirla que la de los mártires, y, entre ellos, ante todo Jesucristo, quien se entregó a la muerte de forma voluntaria para hacernos llegar su mensaje: que el amor es lo único que importa. Renunciando a su vida, que era lo más valioso que poseía, y a través de su sufrimiento, nos enseñó cómo debemos vivir la nuestra. No relacionarse con nadie, no comprometerse, no tener hijos, no cuidar de nadie..., es el mejor modo de desperdiciar una existencia. Ninguna experiencia al límite, ni el cúmulo de cientos de ellas, podrá igualar nunca lo que se siente al amar a alguien. Jesús nos enseña a anteponer ese amor a cualquier circunstancia, a nuestra propia pereza o miedo; de modo que pasemos de ser un "yo" a un "nosotros", y ya no concibamos más la vida como una competición, sino como una convivencia entre hermanos.