En los últimos días han corrido ríos de tinta y millones de bytes sobre el tema de la pretensión gubernamental de retirar los crucifijos de las escuelas y locales públicos. Parece que ya se ha dicho todo, a favor y en contra del asunto. Los argumentos de tipo ideológico, religioso, político y social ya están bastante definidos por parte de los defensores de ambas posiciones. Yo estoy del lado de los que defienden la presencia de los crucifijos y suscribo las razones de peso ya explicadas por otros, que apelan a la libertad religiosa y de culto, y a la preservación de nuestra identidad cultural.
Por eso, no voy a repetir ese tipo de argumentos, que han sido expresados en los medios por diversas personas y entidades, mucho mejor de lo que yo sabría hacerlo. Abordaré el tema desde una perspectiva diferente, la que me compete como pedagogo. Voy a hablar de los beneficios educativos de la cruz y de su presencia en las aulas escolares. De pasada comentaré algunas de las causas esenciales del deterioro de nuestro sistema educativo, que tanto alarma a quien tiene dos dedos de frente. Veremos la relación entre el rechazo a la cruz y la catástrofe educativa que sufrimos.
Empezaré a saco: determinados sufrimientos son necesarios y, aprender a encajarlos, es esencial para la vida. La cruz simboliza el sufrimiento y la muerte, así como, sobre todo, la victoria de Jesucristo sobre ambas cosas, a las que se entregó para salvarnos, abriendo un camino a su través, que cualquiera puede recorrer agarrado de su mano. La cruz expresa aquello que nos supone dolor, frustración, malestar, sacrificio, todos esos aspectos de nuestra existencia que quisiéramos apartar de un plumazo, aquello que nos limita, nos limita, nos fastidia y no comprendemos ni aceptamos.
No es que el sufrimiento sea bueno en sí mismo. Pensar o sentir así es puro y duro masoquismo o sadismo. Pero, por una parte, es inevitable que nos sobrevenga en la vida y, por otra, es necesario en una cierta medida. Sin duda alguna, una de las más nobles empresas humanas es trabajar por eliminar o paliar los sufrimientos de nuestros semejantes. Permanecer impasible ante el sufrimiento propio o ajeno es estúpido e inhumano. Y causarlo de forma intencionada, mucho peor todavía. Pero estas afirmaciones no son un criterio absoluto y sin excepciones, como trataré de explicar.
El sufrimiento, la cruz, alcanza a todo ser humano a lo largo de su vida, por mucho que se empeñe en evitarlo o escapar de él. Todo el mundo tiene problemas, a todos se nos mueren seres queridos, nadie se libra de sufrir reveses, contratiempos y frustraciones. ¿A quién no le duele algo alguna vez? Para poder vivir es necesario aprender a encajar estas adversidades sin desequilibrarse demasiado. Hoy en día, los psicólogos llaman a esta imprescindible capacidad: resiliencia. Toda la vida se le ha llamado entereza de carácter o fortaleza interior, pero esto suena hoy demasiado “a cirio”. Se llame como se llame, para vivir es necesaria la capacidad de sufrimiento.
El hedonismo que domina la sociedad actual ha provocado una huida masiva de todo lo que no sea placer, inmediato además. Muchos padres educan a sus hijos entre algodones, evitándoles hasta extremos neuróticos todo tipo de contrariedades y frustraciones, inundándolos de regalos que nunca se han ganado, dándoles todo gratis y sin esfuerzo, sin corregirles para que no se enfaden, tratando de que no tengan que sufrir por nada ni por nadie. Están creando una generación de dictadorzuelos, de “campeones”, de “reyes de la casa”, que en cuanto se asoman al duro mundo circundante, se desmoronan.
Los padres tienen la obligación de proteger a sus hijos -lo contario es incluso un delito punible- pero no deben sobreprotegerlos. La palabra “mimado” significa etimológicamente “estropeado”. Cuando estos niños estropeados se deprimen ante el menor contratiempo o comienzan a mostrar problemas de conducta, los padres se quedan sorprendidos: “Pero, si le hemos dado siempre todo lo que ha querido, ¿por qué actúa ahora así?”… El “rey de la casa”, en el colegio se ha encontrado con otros veinte mozalbetes que también son soberanos. Y en tan poco espacio no caben tantos monarcas absolutos. La frustración, la rabieta y las reacciones depresivas o agresivas están servidas entre estos reyes destronados.
El constructivismo, el modelo pedagógico que impregna todo nuestro sistema educativo, mal entendido y peor aplicado, ha menospreciado durante ya casi cinco décadas los valores del esfuerzo, del sacrificio, de la voluntad, de la disciplina, de la renuncia y de la constancia. Partiendo del “buenismo” -enraizado en el optimismo pedagógico de origen roussoniano- se ha colado en la educación la idea de que el aprendizaje no precisa esfuerzo, ni nada desagradable o penoso, sino que el niño lo realiza él solito, de forma natural, como un juego siempre divertido. Y luego nos escandalizamos de estar a la cola de Europa en diversos aspectos educativos.
Estamos en la era de los patinazos académicos, por mucho que se quieran disimular con normativas de promoción que casi regalan los títulos. Los niños, en educación infantil y primaria, apenas aprenden hábitos de trabajo y estudio. Cuando llegan a la ESO, para desesperación de sus profesores, no saben dar un palo al agua. Y comienzan los problemas, porque los currículos se complican, el trabajo esforzado y persistente se hace cada vez más necesario y enseguida se advierte que es demasiado tarde para comenzar a adquirir esos hábitos. Pese a las adaptaciones y las promociones facilonas, el fracaso y el abandono están haciendo estragos.
No hay aprendizaje completo, ni desarrollo de la madurez personal, sin asumir con coraje una cierta medida de sufrimiento. Aprender no sólo cuesta esfuerzo, sino que debe costarlo para que tenga solidez y eficacia educativa. Lo que no se alcanza con sacrificio y constancia, no se valora, no produce verdadera satisfacción personal y no realiza para nada a la persona. El gran error de la pedagogía moderna, que ahora ya no se sabe ni como remediar, es ese pensamiento débil y buenista que ha querido convertir la educación en un mero jueguecito, exento de elementos que cuestan, de tener que “hincar los codos” y de sufrir un poquitín para aprender.
Por desgracia, la cruz gloriosa de Jesucristo, aquel que fue el hombre completo, el hombre total (“Ecce Homo”: he aquí el hombre), capaz de asumir la realidad integral, tomar la vida en peso sin escapar de los momentos difíciles y entregar hasta su propia vida amando a sus enemigos, aquel que tomó sobre sí todos los sufrimientos de la Humanidad por amor a todos y cada uno de los seres humanos, hace muchos años que desapareció de los colegios, aunque en algunos aún esté colgado el símbolo de madera. El aciago día en que se decidió arrancar de la educación el sentido del sufrimiento, los crucifijos ya fueron expulsados de las aulas.
Quitar lo que queda, los símbolos externos, es sólo rematar una trágica faena que se programó e inició hace siglos. Un gravísimo e intencionado error que ha herido de muerte a la educación en todo occidente. No hay una imagen que represente mejor lo que es el amor, el valor, el perdón, la entrega, el esfuerzo, el sacrificio, la audacia, el coraje, la fortaleza, la coherencia… Ni sus versiones modernas, como la resiliencia, la resistencia a la frustración, el autocontrol de sí mismo, la solidaridad con los que sufren… No hay mejor símbolo pedagógico para una escuela que la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
Blog HO de José Sáez