Yo tuve perro durante dieciseis años. Aquel animal era uno más de la familia. Lo quería muchísimo. Recuerdo que un día lo saqué a pasear cuando tendría unos catorce años y ya estaba canoso; y un señor, que pasaba por allí, me dijo algo así como: "Pobre animal. Deberías sacrificarlo". Le contesté que si su abuela también era vieja, debería matarla. En ese momento me la jugué con la inconsciencia de la juventud; pero creo que hoy, treinta años después, le contestaría exactamente lo mismo. Mi perro estaba bien y no era razón para acabar con él, sólo porque ya no fuese bonito ni tuviera el pelo lustroso. Hoy me alegro de haber estado con él hasta el final, aunque a mí tampoco me gustara verle tan viejecito.
Ahora me doy cuenta de que algunas ideas las he tenido claras desde el principio, aunque no fuera consciente de ello. Por entonces, la palabra eutanasia ni siquiera la conocíamos. Hoy son mis padres los ancianos y me duele verlos en ese estado, pero no renunciaría a un solo día de sus vidas, ni por mi comodidad ni por la suya propia. La vida tiene un inicio, una plenitud y una decadencia; y, cada época tiene su lado positivo si se sabe vivir plenamente. Pretender que sólo es digno de vivir aquel que se encuentra en perfecto estado, supone volver a las raíces mismas del nazismo. Nadie se suicida por gusto. Lo hacen por desesperación y soledad. Y por supuesto, nadie tiene derecho a decidir sobre el final de la vida de otros.